sábado, 28 de junio de 2025

Analogía del Absoluto (2018) - Texto de presentación y prólogo de la 2ª edición de Absolum de Carlos Lloró


«No se puede hablar impersonalmente de nadie.»

Enrique Lihn, prólogo al Proyecto de Obras Completas de Rodrigo Lira, publicado de forma póstuma en 1984.

No puede hablarse impersonalmente de nadie, en efecto. Lo poco que he escrito y lo mucho que he pensado sobre los textos, relatos, libros, novelas, ensayos, prólogos, opúsculos y mamotretos de Carlos Lloró o de alguno de los personajes a través de los cuales escribe —Karlés Llord el más conocido, pero también Nataniel Retamarriz, Aarno Spokarius, Juan Horacio Yabawer, entre otros—está felizmente teñido por la amistad que nos une y por la profunda admiración que le tengo. El desocupado comentarista se limitaría seguramente a hablar de la obra, siempre de la forma más desapegada posible; de su estructura, de sus referencias, de su construcción de mundo, de sus personajes, tal vez de su poética, de sus alcances, del lugar que le correspondería en tal o cual determinado canon. Yo debo, tengo, que escribir también sobre el vínculo que me une a la persona, al escritor, ya que este vínculo es ineludible para mí a la hora de mirar su obra. El único libro que leí de él sin conocerle fue Kounboum, y fue esa una experiencia que me marcó muchísimo, tal vez más de lo que yo mismo soy capaz de evaluar. Y es que tener la oportunidad de conocer a un autor de gran estatura literaria, de poder gozar de su amistad, a veces nos puede hacer perder un poco la perspectiva, y llevarnos a cotidianizar lo que en realidad es extraordinario. Trato de nunca perder de vista el privilegio que significa para mí contar con su amistad, teniendo en cuenta que me acerqué a él impresionado por su obra, por la entrevista que le hizo Cristián Warnken gracias a la que lo conocí, fascinado por la complejidad de sus universos paralelos. Carlos acogió a este lector intruso con calidez, le brindó su confianza y su amistad, haciendo gala de una hospitalidad y una nobleza que son dignas de un caballero de los antiguos, de aquellos que eran de Otro Tiempo y que están casi extintos. Uno de ellos fue el Peregrino del Gran Ansia, según cuentan. Otro es, y doy fe, Carlos Lloró.

También lo fue, dicen, Karlés Llord, que según nos cuenta la solapa de Kounboum falleció en 1970, pero que sin duda sigue entre nosotros, habitando este Chile Mágico, habiendo venido él a su vez desde la Cuba Mágica, una tierra hermana con la nuestra en más de una forma. Llord se transmuta en esta ocasión en Carlos Lloró para entregarnos Absolum; abandona la máscara del personaje, del seudónimo, para firmar esta nueva novela con su nombre civil, que al fin y al cabo no deja de ser otra máscara más en esta broma infinita. Lloró sobrevive a Llord, afortunadamente para nosotros, y nos entrega esta novela que es su obra menos abstrusa, al menos en la superficie, pero que mantiene bajo la línea de flotación el salvaje y delirante mundo de sus anteriores libros. Y me sucedió con la lectura de este libro, y creo que tiene que ver con el hecho de que no lo edité yo esta vez —he editado dos obras del autor junto a Editores Fantasmas—, que me trajo de vuelta el asombro de la lectura de Kounboum, esa sensación que se tiene rara vez de estar leyendo algo extraordinario, una obra proveniente ya no de una persona sino de un ser misterioso. Absolum me permitió de nuevo tomar distancia de la familiaridad con el amigo y conectar con la admiración al escritor, con el reconocer su tremenda estatura literaria.

«Un libro abre otro libro», dijo alguien. Mi lectura de Absolum vino acompañada, directa e indirectamente, por la lectura de otros libros que, digamos, fueron capturados por su campo gravitacional y quedaron orbitándose unos a otros en una especie de problema de los tres cuerpos literario, en el que las interacciones y sus resultados dejan de ser predecibles y pasan a ser caóticas. Dialogaron entre ellos estos libros en el locutorio de mi memoria, se influyeron mutuamente, hicieron crisis y generaron sentido, y como claves mágicas, como ejes de sincronicidad, fueron gestando en el ojo de mi mente una mirada de Absolum no solo como literatura, sino como código vivificador de aquello que llamamos realidad. Qué quiero decir con esto. Creemos que la realidad es algo que está allá afuera, que ocurre independientemente de nosotros, que vivimos inmersos en ella pero que es inmutable, que no la podemos cambiar, que lo único que podemos hacer es adaptarnos a sus embates y sobrevivir, o simplemente morir en el proceso. Pero sucede que la realidad es mucho más maleable de lo que nosotros creemos —o nos han hecho creer— y realmente podemos modificarla si conocemos sus códigos, sus procesos profundos. Es más, la realidad no es algo que está allá afuera, la realidad forma un continuo con nuestra consciencia. La realidad, por así decirlo, la construimos desde adentro hacia afuera; el mundo no es algo que nos ocurre, es algo que nosotros construimos activamente. Se trata entonces de que la antigua dialéctica del adentro y el afuera, cuyos límites se hacen cada vez más difusos —como aquellos entre realidad y ficción—, se vaya disolviendo en pos de una dinámica del continuo, de la cocreación de la realidad. Esto ya lo estableció Patrick Harpur en su libro Realidad daimónica, un alucinante tratado filosófico-alquímico que amerita lectura atenta y comentario aparte. A quién sí me permitiré citar aquí in extenso, de entre todos aquellos libros que, como mencionaba, orbitaron alrededor de Absolum mientras lo leía, es a Ernesto Sábato en su gran y poco conocido libro El escritor y sus fantasmas de 1963, revisado en 1979, y que, dicho sea de paso, creo que debiera ser parte del plan de lectura obligatorio de cualquier aspirante a escritor. Así nos habla de la realidad en el ensayo breve ¿Crisis del arte o arte de la crisis?:

«Lo que hace crisis no es el arte sino el caduco concepto burgués de la 'realidad', la ingenua creencia en la realidad externa. Y es absurdo juzgar un cuadro de Van Gogh desde ese punto de vista. Cuando a pesar de todo se lo hace —¡y con qué frecuencia!— no puede concluirse sino lo que se concluye: que describen una especie de irrealidad, figuras y objetos de un territorio fantasmal, productos de un hombre enloquecido por la angustia y la soledad.

»El arte de cada época trasunta una visión del mundo y el concepto que esa época tiene de la verdadera realidad y esa concepción, esa visión, está asentada en una metafísica y en un ethos que le son propios. Para los egipcios, por ejemplo, preocupados de la vida eterna, este universo transitorio no podía constituir lo verdaderamente real: de ahí el hieratismo de sus grandes estatuas, el geometrismo que es como un indicio de la eternidad, despojados al máximo de los elementos naturalistas y terrenos; geometrismo que obedece a un concepto profundo y no es, como algunos apresuradamente creyeron, incapacidad plástica, ya que podían ser minuciosamente naturalistas cuando esculpían o pintaban desdeñables esclavos. Cuando se pasa a una civilización mundana como la de Pericles, las artes hacen naturalismo y hasta los mismos dioses se representan en forma ’realista’, pues para ese tipo de cultura profana, interesada fundamentalmente en esta vida, la realidad, por excelencia, la ’verdadera’ realidad es la del mundo terrenal. Con el cristianismo reaparece, y por los mismo motivos, un arte hierático, ajeno al espacio que nos rodea y al tiempo que vivimos. Al irrumpir la civilización burguesa con una clase utilitaria que sólo cree en este mundo y sus valores materiales, nuevamente el arte vuelve al naturalismo. Ahora en su crepúsculo, asistimos a la reacción violenta de los artistas contra la civilización burguesa y su Weltanschauung. Convulsivamente, incoherentemente muchas veces, revela que aquel concepto de la realidad ha llegado a su término y no representa ya las más profundas ansiedades de la criatura humana»

Este «concepto burgués de la realidad» al que se refiere Sábato, es lo que podríamos denominar la realidad inmediata, concreta, evidente; «literal» como diría Harpur; «la cruda realidad» como tal vez diríamos en el habla cotidiana de nuestro mundo de oferta y demanda y préstamo con interés. «Lo relativo a las cosas» si nos atenemos a la etimología. Si me cae un piano encima mientras estoy escribiendo esto, mi cuerpo queda aplastado y muero. Así de físico, así de causal y directo. Pero resulta que la realidad no es tan sencilla y lineal como quisiera creer una mente científica, encandilada todavía por las leyes de Newton. Como lo verificó Charles Fort y muchos después de él, la realidad es tremendamente extraña, llena de momentos en que las leyes conocidas y aceptadas parecen suspenderse, para dar paso a que ocurra lo imposible, inclusive lo inimaginable. Visto desde esta óptica, la extrañeza de los hechos que comienzan a ocurrir a medida que avanza el relato de los protagonistas de Absolum no es ajena a esta realidad. No estamos a salvo de que hechos así nos tomen por asalto. Al entrar al libro estamos en territorio familiar. De hecho, la novela abre en un tono preciso, neutro, de crónica policial —una que cualquiera de nosotros podría haber leído esta mañana en el diario:

«El 16 de mayo del año 2011, diez cadáveres calcinados aparecieron en el fundo Los Pinos, ubicado a unos 50 kilómetros de Santiago de Chile. El hallazgo se verificó luego de que Gonzalo Esigábal, a la sazón propietario del predio, ordenara iniciar labores de reacondicionamiento del lugar, deshabitado por espacio de varias décadas.»

Responde el relato, en un principio, a una realidad objetiva; dialoga con ella, la imita, se la apropia, para luego transmutarla, torcerla, revestirla de irrealidad en un complejo movimiento circular, convirtiendo lo ordinario en extraordinario, lo cotidiano en delirio. De la misma manera en que la silla de Van Gogh es, en principio, la imagen literal de una silla —ese es su punto de partida—, es también a su vez mucho más que una silla común, ya que es una imagen que no proviene del afuera, sino desde el adentro del pintor, desde lo profundo de su imaginación y de su espíritu. El artista ha creado la silla al mirarla, al pintarla. No ha retratado, en realidad, ninguna una silla existente. Es de la misma manera en que puede describirse, creo, la novela Absolum y la realidad que nos presenta: como un reflejo transmutado, hecho arquetipo, de una realidad bien concreta —tan concreta como inasible: la poesía chilena. Como es el caso en casi toda la literatura de Carlos, los protagonistas son escritores, o el relato gira siempre en torno a la escritura. La escritura como oficio, como trama, pero también como vicio, como trauma. Desde los profundos abismos literarios de Kounboum, llenos de seres tan terroríficos como fascinantes, pasando por el fundo Los Pinos hasta llegar al inefable Reino Literario de Nusimbalta, nos vemos siempre envueltos en el maravilloso y extraño mundo de los escritores de Lloró, con sus novelas infinitas, con sus enciclopedias alucinantes, con sus extraños y elegantísimos juegos literarios. En este caso conocemos personajes que bien podríamos encontrar en cualquier esquina de este Chile, ratoneando en cualquier librería o biblioteca, en cualquier bar o café literario. Son todos ellos seres frágiles y extraordinarios, como Katia Vardana, Sebastián Irolés, Horacio Bucle o Wilfredo Canto. Estoy seguro que versiones de estos personajes han existido, existen y existirán en nuestra propia realidad, enfundados en otros nombres, pero respondiendo a los mismo arquetipos. Todos estos poetas han sido escogidos, en función de su talento literario y de su inestabilidad emocional (riesgo de suicidio), por el mecenas-demiurgo Gonzalo Esigábal, para que vayan a habitar su paraíso personal, su tierra prometida, el fundo Los Pinos. Conmovido por sus lecturas de poesía chilena y por la alta tasa de suicidios entre los poetas, decide crear esta residencia en una vieja casona familiar en las afueras de Santiago, en la que los escogidos puedan desarrollar a sus anchas su escritura, en un ambiente monástico, con todas sus necesidades básicas cubiertas. A esto suma Esigábal una nutrida biblioteca a disposición de sus inquilinos. Tales residencias de escritores existen, por cierto. El escritor chileno José Donoso estuvo en una, muy lujosa, a orillas del lago Como en Italia. Allí fue invitado para que pudiera escribir sin interrupciones. La única obligación era asistir a la cena común con los otros residentes de la mansión. Allí se codeó con la élite intelectual del mundo, entre ellos varios premios Nobel. Lamentablemente su estadía se vio interrumpida cuando uno de aquellos laureados, una eminencia en medicina, lo convenció de que tenía un tumor cerebral maligno a partir de los síntomas que Donoso le relató. Aterrado, salió huyendo de la villa para escritores, volvió a España e hizo venir desde Chile a su hermano —un reputado neurocirujano— para que lo operara. Los exámenes preoperatorios revelaron que Donoso se encontraba perfectamente saludable, no había tumor por ningún lado. La hipocondría de Donoso se conjugó con el diagnóstico superficial y errado, pero hecho por un médico de prestigio, para generar esta absurda situación. Sin duda José Donoso habría sido un invitado de honor en Los Pinos, y uno muy adecuado, dada su hipocondría y su paradójica capacidad autodestructiva. Me pregunto si Rodrigo Lira, en lugar de suicidarse, habría encontrado en algún lugar del fundo Los Pinos la entrada a una dimensión paralela y se habría disuelto en la Nada, que es al mismo tiempo el Todo. Tal vez aquel Pobre Topo habría descubierto por fin la verdadera Topología. Como se ve, esta realidad se confunde con la ficción, algo que, por cierto, Donoso hizo padecer desde niña a su hija adoptiva Pilar. Ella llegó a preguntarse dramáticamente, en su brillante y único libro Correr el tupido velo, si ella misma no sería en realidad un personaje más de las novelas de su padre. Si ella no era en realidad más que un invento de él. Tanto Lira como Donoso bien podrían ser personajes de Absoulm, así como casi sentimos que podríamos encontrarnos con Katia Vardana en alguna oficina de Tur Bus. Carlos, en Absolum, juega brillantemente con ese límite, aquella zona en que no sabemos bien si estamos leyendo ficción o crónica, novela o documento. Sus personajes son verosímiles, tienen alma y cuerpo, sangramos con ellos, nos asombramos con ellos, les tomamos cariño o desconfianza. Carlos toma como materia prima esta realidad cotidiana, compleja, profunda de Chile y sus poetas, y la transmuta en este opus alquímico que es Absolum. Sin duda se trata de un autor que ha llegado muy lejos en la comprensión de este misterio que son nuestros poetas y escritores, lo que la poesía chilena es como ente profundo. Tal vez el hecho de no haber nacido aquí, el hecho de ser un hijo adoptivo de esta tierra mágica —y no por ello menos legítimo, por supuesto—, le ha permitido mirar en lo profundo del alma de los poetas chilenos, llegando hasta su chispa espiritual, la que los conecta con lo hondo de este territorio, con toda su maravilla y su locura, con toda su melancolía y su clarividencia. Creo que quienes se aventuren a leer esta novela con los ojos del espíritu encontrarán algo de verdad en lo que digo aquí. Absolum es una novela que guarda muchas sorpresas a quienes decidan emprender su lectura, de modo que sólo me referiré aquí a un elemento más de la trama, ya que es un hilo conductor en toda la obra de Carlos Lloró. Hasta ahora he eludido este elemento clave, el elefante en la habitación, si se me permite usar aquella analogía de los angloparlantes. El laberinto. Sigue siendo un misterio para la historia el verdadero sentido que daban nuestros antepasados a la construcción de laberintos, los que pueden ser encontrados en gran parte de los yacimientos arqueológicos pertenecientes al mundo antiguo que se encuentran desperdigados por el orbe. Se intuye un componente ritualista, simbólico, pero se ignora por completo el verdadero trasfondo, la profunda tradición oculta que hay detrás. Hay laberintos dibujados en cavernas y tallados en duros suelos de piedra; otros construidos o grabados en ruinas de antiguos templos y ciudadelas; otros trazados en los pavimentos de las catedrales góticas. Se dice que las pirámides de Egipto tienen asociado a su complejo un laberinto gigantesco, hoy enterrado por la arena. Heródoto, entre otros, lo describe. Los antiguos zigurats de las civilizaciones mesopotámicas también parecen haber tenido laberintos asociados a ellos. Sobre muchos de estos hechos la historia oficial guarda un inusual e incómodo silencio. Si se sabe que algunos de ellos existen, ¿por qué no se los excava? En el caso del laberinto de Giza, se aducen razones económicas: sería una faena monumental. Pero un descubrimiento de ese calibre bien valdría el desembolso, incluso de capitales internacionales. No. Hay algo más, algo que se desea que permanezca enterrado. ¿Había en el Paraíso Terrenal un laberinto? ¿Era el Jardín del Edén en realidad un laberinto, o estaba asociado a uno? ¿Sería acaso el Árbol del Conocimiento en realidad un laberinto? Solo especulaciones febriles, por supuesto, pero esta prevalencia del símbolo en la antigüedad, y el relativo silencio de nuestros científicos al respecto, me hace preguntarme éstas y otras cosas.

El fundo Los Pinos, el paraíso terrenal del demiurgo Esigábal, me hizo recordar mucho, en medio de este vórtice de lecturas e influencias en la memoria, a la hacienda El Rosedal, el lugar en el cual acontece uno de los cuentos capitales de la literatura latinoamericana: Silvio en El Rosedal de Julio Ramón Ribeyro, gran escritor peruano. Uno de los mayores escritores del Perú, pero también uno de los más herméticos. Por lo mismo no tan conocido por el gran público como debiera serlo. En el cuento, Silvio se instala en la hacienda El Rosedal, tal como nuestros poetas en Los Pinos. En su caso, lo hace obligado, ya que ha heredado la hacienda y debe hacerse cargo de ella forzosamente. La idea de salir de Lima para irse a vivir a la sierra le abruma. Él sueña con ser un virtuoso violinista (ha tomado algunas clases) y codearse con la cultísima alta sociedad limeña. No estaba en sus planes para nada irse a vivir a un solitario fundo en la sierra. Pero claro, al llegar, las cosas empiezan a cambiar. Silvio empieza a fascinarse. Sobre todo lo embruja una cosa: el extraño jardín de rosas que le da el nombre a la hacienda: un curioso rosedal cerrado —siempre el tema del jardín cerrado— con multitud de especies de rosas multicolores, dispuestas de manera aparentemente azarosa. Un curioso laberinto de colores que, como Silvio descubre más tarde, está lejos de estar hecho al azar. Ha sido diseñado por alguien. Así como también ha sido diseñada especialmente la torre de la mansión, cuya única utilidad práctica parece ser la de poder contemplar el jardín desde lo alto. La mansión de El Rosedal; la casona de Los Pinos. Silvio y el rosedal que está junto a la mansión; Sebastián Irolés y el laberinto que está junto a la casona de Los Pinos. Extraño oficio el de diseñador de laberintos. El laberinto junto al Hotel Overlook en El Resplandor de Kubrick. "Overlook" significa vigilar, dominar desde lo alto. ¿Acaso el hotel fue hecho no para recibir huéspedes, sino para vigilar el laberinto contiguo? ¿Tal vez para activarlo, o para sellarlo? La mansión de El Rosedal tiene una torre de vigilancia, una torre hecha para contemplar y resguardar el laberinto de rosas de más abajo. La rosa tiene una fuerte carga de simbolismo alquímico, simbolizando sus colores a los diversos estadios del Opus. El fundo Los Pinos también posee un laberinto, ubicado junto a la casona. ¿Es la casona también un cerrojo que opera en conexión con el laberinto? Cuenta la leyenda que el castillo de Houska, 47 kilómetros al norte de Praga, actual República Checa, fue construido en piedra en el siglo XIII (al parecer antes hubo una fortificación de madera) con el fin de custodiar un profundo agujero natural que había en el suelo de la cima de la colina en que se emplaza actualmente el castillo. Se decía que del pozo emergían extrañas e infernales criaturas, mitad animal mitad hombre, así como oscuros seres alados (los cuales siguen siendo avistados hasta el día de hoy dentro de la capilla). La capilla interior y el castillo habrían sido construidos para contener esta «puerta del infierno». La leyenda también cuenta que a los condenados a muerte se les ofrecía el indulto si aceptaban ser bajados con una cuerda por el pozo y describir lo que había allí abajo. El primero que bajó emitió tal alarido de terror que lo subieron inmediatamente, completamente enloquecido por el pavor, con la apariencia de haber envejecido 30 años. Nunca pudo describir lo que vio. Luego de varios intentos más con el mismo resultado, el pozo fue finalmente sellado con pesadas lozas de piedra, y fue construida una capilla a su alrededor, y alrededor de ésta el castillo. Un castillo no para mantener fuera a los invasores, sino para mantener encerrados a los demonios. El laberinto para contener al Minotauro, el laberinto como cárcel, pero también como portal, como cerrojo, como entrada y salida.

El laberinto de Los Pinos guarda muchos misterios, así como misterios guarda el corazón de cada uno de los poetas que van a dar al fundo. Chile es de alguna manera el fundo Los Pinos, territorio amurallado por la cordillera. Chile es también un laberinto, un jardín secreto, un paraíso perdido. Nuestros poetas son nuestros misterios —gozosos y dolorosos—, seres que viajan al fondo de sí mismos en busca de algo que no saben bien qué es, pero que, ya que el adentro es también el afuera, ven reflejado de vuelta en este territorio mágico, maravilloso; en ocasiones peligroso e inquietante.

Nos dice el gran Gastón Soublette en su Poética del acontecer :

«Todo acontecer se rige por la ley de causa y efecto y por la ley de analogía. La primera aporta la explicación mecánica del hecho por el agente inmediato que la provoca. La segunda aporta el contexto horizontal de todas las resonancias que armonizan analógicamente con el hecho, allende las fronteras del espacio y del tiempo, y dan razón de él mejor que toda explicación. [...] Lo semejante se atrae con lo semejante mediante una gravitación universal más viva y misteriosa que la de Newton. Por eso el sabio dice: 'Eso que piensas, te sucederá'. [...] Por la ley de analogía se aproximan cosas que en su apariencia son del todo diferentes [...] Cosas diferentes que se pueden asemejar sólo en el hecho de haber compartido en un suceso el mismo instante. O cosas muy distantes en el tiempo y el espacio pero que conviven simultáneamente en un mismo pensamiento. [...] Por eso el buen manejo de la ley de analogía lo puede hacer sólo quien antes de observar el mundo, observa atentamente su propio corazón.»

Y también:

«Paraíso quiere decir 'jardín cerrado', jardín plantado y protegido por el hombre. Decir que Dios plantó un jardín al oriente en Edén significa que fue su voluntad que los hombres lo hicieran. Edén viene de Edín, que en lengua sumeria significa estepa. En hebreo significa delicia. Entre la estepa y las delicias, se está queriendo decir con eso que lo sumerios plantaron un jardín en la estepa, haciendo germinar frutales y cereales donde antes reinaba la aridez esteparia. Para eso canalizaron el agua del río Tigris, esto es ’la corriente veloz’ y la del río Éufrates, esto es, la 'gran vasija'.»

«La paciencia es la escalera de los filósofos y la humildad la llave de su jardín» dice el refrán alquímico. El jardín secreto de la naturaleza es el que busca el alquimista. El paraíso es jardín. También es jardín el laberinto. Absolum, lo absoluto, tal vez por la misma ley de analogía descrita por Soublette, conectó todas estas citas, referencias, influencias, miradas, en mi interior al leer el li- bro. Carlos, quien hace una literatura mágica, alquímica, transformadora de la realidad, ha logrado dar con cierto nudo interior que ata de alguna manera a los poetas chilenos, que pueden parecer tan disímiles en la superficie, pero que están todos conectados por un misterio en común, aunque algunos no lo reconozcan o renieguen de él. La novela de Carlos da cuenta de este misterio mucho mejor que muchas miles de páginas escritas por teóricos de la literatura. Lo hace sin analizar, diseccionar, desmembrar. Lo hace con poesía, con ars, con libertad absoluta, que es la única forma en que, creo, un artista puede hacerse cargo del misterio que lo sustenta. Solo poéticamente se puede hablar de poesía, solo veladamente se puede hablar del Misterio. Incluso, aventuro, tal vez sólo se pueda hablar en ficción acerca de la realidad, como a través de una novela. Muchas veces una novela recoge mucho mejor el espíritu de una época que volúmenes de sociología. Y finalmente toda escritura es ficción en el fondo —como ya dije en otro lugar— aunque el autor crea estar escribiendo no ficción. Constantemente ficcionamos, construimos relato de nuestras vidas y de las de otros, en un proceso dinámico, automático, e interminable. De modo que esa línea que tanto resguardamos entre lo que es real y lo que es ficticio o imaginario, es mucho más arbitraria de lo que nos es cómodo creer. Lo alucinante e inquietante es entonces la posibilidad de que el que cree estar escribiendo ficción, generando realidad, está en verdad dando cuenta de otro orden de realidad siempre existente. Es más, afirmo que el que escribe, tanto plasma una realidad ulterior, como influye con su nuevo código en la realidad que habita. Escritores como programadores de la realidad, poetas como hackers. Analogías nuevas que solo dicen de nuevas maneras lo antes dicho de otras, pero que al final siempre es indecible.

Silvio ve —cree ver— en el laberinto de rosas la palabra latina RES, cosa. Esa es la raíz de nuestro vocablo «realidad», lo relativo a las cosas. También cree ver después su anagrama: SER. Ser y cosa. Sabemos lo que significan esas palabras. ¿Lo sabemos?

¿Qué encuentra Sebastián Irolés en el laberinto de Los Pinos? Esa es la invitación que hago aquí, a averiguarlo, a adentrarse en el laberinto, con o sin el hilo de plata de Ariadna, ya que se puede encontrar en sus recovecos, inadvertidamente, el Hilo de Oro del retorno, del camino de vuelta al paraíso perdido.


Alevi Peña - 11-17/09/2018

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