sábado, 28 de junio de 2025

Presentación de "Geografía del Agua" de Cecilia Palma (2025)

 

El agua es ágil y no lleva

memoria consigo.”

                GABRIELA MISTRAL

 

Hay ideas que, repetidas con elegancia, acaban convirtiéndose en dogma. Una de ellas —expresada en su estilo brillante y apodíctico por Mircea Cărtărescu— sostiene que la poesía —el verso— es un arte de juventud: un estallido precoz, una suerte de fiebre verbal que solo puede darse, en su máxima expresión, en el voluptuoso fuego del primer arco de la vida. A la madurez, dice, le correspondería la novela: el verso transmutado en versículo, la cadencia de la frase larga, el párrafo poblado; la prosa. El verso, en cambio, sería una suerte de epifanía que se quema pronto, como si el poeta que escribe hasta la madurez estuviera produciendo algo caduco; como si la sensibilidad poética tuviera fecha de vencimiento.

Tal vez asaltado por la sombra ominosa de los poetas malditos del pasado, el mismo Cărtărescu, en su crisis de la mediana edad, dio el salto a la poesía en prosa y luego propiamente a la narrativa, lo que le trajo gran éxito y el estatus de estrella internacional. Es posible, de hecho, que si Cărtărescu no hubiese dado el salto a la prosa, no hubiera salido del ámbito cerrado de las letras rumanas, como sí lo ha hecho de la mano de sus brillantes novelas.

El decir que la poesía es cosa de jóvenes se trata, desde luego, un prejuicio seductor. Pero, pese a toda la merecida admiración que provoca dicho autor, la sentencia no deja de sentirse injusta.

Frente a esa noción, Geografía del Agua, de la poeta chilena Cecilia Palma, se alza como una contraejemplaridad viva y resonante. No por el solo hecho de haber sido escrita en la madurez poética de su autora, sino porque la obra misma es una exploración lúcida del poder de la palabra cuando ya no responde al desborde del ímpetu expresivo, sino a la serenidad de la contemplación desde la experticia técnica.

En estos poemas no hay improvisación: hay escandido. No hay ebriedad: hay escanciado. Y quisiera detenerme en esta doble imagen: escandir el verso, que es el arte de la justa medida; y escanciar el vino, que es el arte de servir un mosto añejo, que ha conocido la circularidad de las estaciones. Ambas acciones requieren oído, ritmo, espera. Ambas implican una relación con el tiempo que no se somete al vértigo, sino a la contención.

El tiempo, de hecho, es uno de los ejes secretos del libro: el tiempo como erosión, como memoria, como herida. Pero también como maduración, como sedimentación simbólica. Lo que aquí se vierte —y digo verter como se vierte un elíxir que ha alcanzado su perfección— no es ya el grito del primer asombro, sino la palabra que ha sido trabajada, revisitada, aquilatada por una voz que sabe lo que dice porque lo ha vivido.

El libro se abre al lector con la brillante primera estrofa del poema I como exordio:

«Breves pasos y me entrego a su boca / a su aliento de bruja seductora / a ese viento que rasga muros / pérfido invasor del territorio».

La elección del sustantivo “territorio” en el verso final no es menor: no se trata simplemente del cuerpo, del yo o de la intimidad, sino de un espacio amplio, abstracto, que remite tanto a lo personal como a lo político. El cuerpo aquí es un campo disputado, una geografía vulnerable, abierta al asedio. La abstracción del término permite que el poema no se cierre en la literalidad del cuerpo físico, sino que se expanda hacia otras dimensiones de lectura: el territorio como identidad, como historia, como espacio simbólico.

Y más adelante, en el poema IV:

«La lluvia presiente mi sueño / indaga a mis demonios y los / somete / hay un pecho abierto en / cada esquina / soy libre de volverme la piel».

En estos versos se manifiesta con claridad una de las claves de este libro: el modo en que la madurez poética permite una síntesis entre lo onírico, lo emocional y lo corporal. Lejos del impulso juvenil que confía en la espontaneidad, hay aquí una conciencia que somete los demonios al ritmo del lenguaje. La lluvia, figura recurrente en la primera sección del libro, se vuelve sujeto activo de introspección, y la libertad ya no es fuga, sino capacidad de devenir cuerpo —de reconciliarse con la piel. Esta es una poética que no teme nombrar lo interior, pero lo hace desde la forma, con contención y solidez.

Más aún, hay momentos en que la contención se transforma en pura resonancia simbólica, como ocurre en el poema VI:

«El viento codicioso guarda en su / memoria / años de amores grises».

Aquí, la evocación del viento no es solo atmosférica, sino una forma de memoria activa: el viento como archivo, como repositorio vivo del deseo, como testigo persistente de lo afectivo que se desgasta, y que recuerda, por contraposición, a los versos de Mistral en su Elogio del Agua: “El agua es ágil y no lleva / memoria consigo”. Aquí el viento sí lleva memoria consigo, y se carga de tiempo con sobria precisión.

Y si hay un lugar donde esa sobriedad se vuelve hallazgo poético, es en el poema VII:

«Húmeda la tarde / disimula una lengua fresca / abraza racimos de notas y / balbucea por las rendijas / otra historia de arcas».

Aquí, la lengua es simultáneamente órgano y habla; carne y símbolo. En esa doble dimensión —sensorial y semántica— se cifra una poética que no busca imponer sentido, sino tantearlo desde el cuerpo. El poema despliega un registro en que el lenguaje es música, es rumor, es historia balbuceante. El balbuceo —en lugar de ser un signo de insuficiencia— se vuelve aquí vehículo de una verdad encarnada, difícil de fijar, pero presente como humedad. Palma alcanza así uno de los gestos más altos del libro: el reconocimiento de que la lengua no es solo herramienta, sino materia viva, capaz de abrazar lo que no puede decirse con nitidez.

Otra muestra del refinamiento técnico y simbólico de Palma se encuentra en el poema XVI:

«Incansable golpea la hostilidad del cristal / dueña y señora se escabulle por / las ranuras de venosos túneles / escapa a la luz cazadora y / amordaza cualquier intento de / motín. La noche apremia sin cobijo / echa la suerte sobre la mesa / apuesta la sonrisa de todos en / la partida / quién sabe cuántos esquivarán a la / muerte este día».

En la primera estrofa, la imagen del agua como fuerza hostil, que golpea y se infiltra, se transforma en símbolo corrosivo de lo que resiste y escapa al control: una entidad femenina, dueña y señora, que circula por lo subterráneo e impide la sublevación. Es una imagen compleja de poder velado, de una agencia líquida que no se enfrenta, sino que permea bajo la superficie de los acontecimientos. En la segunda estrofa, el tiempo nocturno se convierte en escena de apuesta y azar, pero una en que se juega la vida.  

Así, los poemas dedicados al agua como lluvia —y por extensión al clima como expresión simbólica de la sensibilidad— constelan un arquetipo coherente y profundo: la lluvia es aquí revelación y velo, agente de erosión y de fecundidad. No aparece como simple ornamento lírico, sino como figura que organiza una visión del mundo: lo que cae, lo que insiste, lo que disuelve y transforma. En ese sentido, la lluvia en Palma es una forma de pensamiento: un modo de nombrar la inestabilidad del yo, la fragilidad de lo amado y la potencia ética de la palabra poética cuando, como el agua, persevera sin gritar, deconstruye con persistencia contenida.

A este imaginario acuático se suma la serie "Océano", que conforma la segunda sección del libro, y que lleva el discurso poético hacia el plano colectivo y político. El poema I de esta serie ofrece una de las imágenes más potentes del libro:

«Kilómetros de olas hechas cementerio / cayeron los cuerpos / uno a uno a / la inmensidad del océano».

Con estos versos iniciales, Palma no sólo sitúa al lector frente a la vastedad del océano como escenario físico, sino que lo transfigura en camposanto: en espacio de duelo y memoria. El ritmo pausado y escalonado del verso “uno a uno a / la inmensidad del océano” reproduce en su cadencia el caer reiterado de los cuerpos, como si cada línea pesara con el horror de lo irreparable. Las olas, que usualmente simbolizan movimiento, transformación o renacimiento, aquí se convierten en cementerio: el mar ya no es vida, sino testigo silente de un crimen.

El poema enuncia el dolor de una historia reciente, la de los cuerpos arrojados al mar durante la dictadura, pero lo hace sin caer en el panfleto. Hay en la elección del tono una sobriedad ética: no se describe la violencia en sí, sino su efecto acumulado, lo que queda. Esa acumulación está cifrada en la imagen de “kilómetros de olas hechas cementerio”: no hay una ola, hay un campo fúnebre que se extiende sin fin. La voz poética no denuncia desde la indignación directa, sino desde una evocación controlada y devastadora.

Este inicio marca el tono de toda la serie "Océano", que no sólo articula una poética del duelo, sino también una forma de resistencia. Al nombrar aquello que fue lanzado al olvido —los cuerpos, sus voces, sus señas— la poesía se convierte en contraoleaje: en gesto de memoria activa frente al intento de borradura.

Ese gesto se radicaliza en el poema IV, cuyos primeros versos presentan una escena aún más contenida, si cabe:

«No se oyeron allá al fondo / las hélices / tampoco el golpe de los cuerpos».

Aquí, el silencio es protagonista. No hay grito, no hay estruendo: hay omisión sonora. La violencia del lanzamiento al mar es representada no por su sonido, sino por su ausencia. Esta elección poética es profundamente ética: no busca el impacto del horror explícito, sino el vacío que deja la violencia cuando ni siquiera hace ruido. De este modo, Palma afina su lenguaje hasta hacerlo casi imperceptible, como si solo pudiera nombrar lo inenarrable desde el borde del habla. Es en esa tensión entre lo que no se puede decir y lo que debe ser dicho donde su poesía alcanza uno de sus puntos más altos.

A continuación, el poema V abre un registro contrastante y conmovedor:

«En racimos los niños van y / vienen / las risas son el consuelo de / las aguas».

Después del peso abismal del silencio, emergen las risas. Los cuerpos que se arrojaban sin sonido en el poema anterior dan paso ahora a la imagen de los niños en movimiento, como racimos vitales que habitan el borde del agua. La bellísima imagen de las risas como “consuelo de las aguas” otorga a la infancia un rol restaurador por su inocencia: ignorantes de todas las tragedias, los niños hallan en el oleaje fuente de alegría. Las aguas, que “cargan memoria consigo”, son ahora también escenario de lo que pervive, de lo que nace y prospera, aun a expensas del pasado.

Este contraste no suaviza el horror, sino que lo enmarca: el poema V no cancela el duelo, pero lo sitúa en una temporalidad más compleja, donde la vida persiste incluso entre los escombros. Así, Palma no ofrece redención, pero sí da lugar a una poética de la persistencia. La risa de los niños no borra la violencia y el horror que reposa en el océano, pero la resignifica, proponiendo que aún sobre las aguas dolientes puede flotar la posibilidad de un nuevo vínculo.

Esta tensión entre persistencia y vacío se reactualiza más adelante en el poema X, cuando el agua ya no es testigo del crimen ni consuelo de la infancia, sino sustancia que se filtra y descompone toda visión:

«El agua seca las visiones / acumula sonidos y recuerdos / escurre sin aviso por los poros y / deja abiertas las cuencas tristes y vanas / tan secas de la leche de gea / tan abandonadas a la nada / a toda la humanidad y / la vida».

Estos versos, cargados de una resonancia existencial, contrastan fuertemente con las personificaciones anteriores del viento o la lluvia. Si en la primera sección el viento era memoria y la lluvia persistencia, aquí el agua es una entidad casi abstracta, desprovista de voluntad, vuelta sobre sí misma. Ya no fecunda ni penetra:  al contrario, aquí el agua seca. Lo que deja atrás esta paradoja no es revelación, sino ausencia: cuencas abiertas, secas de leche, abandonadas. En esta imagen final de la estrofa, la poesía alcanza una forma de nihilismo lírico, donde la humanidad y la vida quedan nombradas no por su plenitud, sino por lo que les ha sido retirado.

Esta transformación del agua —de símbolo vital a substancia entropizante— marca una inflexión en el libro. No hay aquí redención ni catarsis, sino una lucidez que asume el desgaste como parte del horizonte humano. Y, sin embargo, Palma no cae en la desesperanza, porque incluso este despojo final está dicho con una precisión que honra la experiencia. Es esa ética del lenguaje —decir sin ocultar, sin embellecer lo que duele— la que convierte a Geografía del Agua en un libro necesario.

El poema XVII, en el corazón de la serie Océano, ofrece una condensación extrema del pathos acumulado a lo largo del libro. Sus tres versos semejan un epigrama grabado en la frialdad del mármol:

«Acaso en este vértice azulado / la sombra se descuelgue de / su cárcel».

Aquí, Palma elige la forma breve para dejar abierta una posibilidad: que en ese punto de inflexión —ese “vértice azulado”— algo de la sombra, es decir, del dolor, del recuerdo, de la muerte, pueda liberarse. El lenguaje es mínimo, contenido al extremo, pero sugiere una profundidad filosófica y simbólica: la sombra, como arquetipo del inconsciente, encuentra aquí una grieta. La cárcel no es otra que el cuerpo, el trauma, el lenguaje mismo.

De manera casi ceremonial, el poema epigramático se hace cada vez más preponderante hacia el cierre de la serie Océano, como atestiguan los poemas XX y XXIII; allí, la brevedad no implica clausura, sino una forma de precipitación verbal que concentra la visión y al mismo tiempo la disuelve. Es en esa condensación que la voz poética alcanza una cualidad mineral, depurada de todo exceso, como si solo lo esencial pudiera sobrevivir al paso del agua y del tiempo.

La última sección del libro se abre entonces hacia una dimensión más introspectiva, cósmica y casi mística. Y es con el poema XXXIII que se anuncia ese tránsito final, donde la poeta ya no se detiene en la historia, el duelo o la denuncia, sino que se lanza —literalmente— al horizonte:

«Tengo la memoria de los siglos / escurriendo por mi cuerpo mientras / el atardecer irrumpe anaranjado en mis / cuencas / y yo tan enamorada del / horizonte / de esa línea azul oscuro que / intento tocar con mis manos / cierro los ojos e / imagino que vuelo hasta ese / abismo».

La memoria de los siglos, que es también la memoria del libro, recorre el cuerpo como una corriente última, sanguínea. La poeta, enamorada de ese límite —el horizonte— no lo teme: lo busca, lo desea, lo palpa en su imaginación. Es una figura de disolución que no es derrota, sino culminación. En esa línea azul oscuro no hay negación de la vida, sino afirmación de su impulso más íntimo: el deseo de traspasar el límite, de seguir siendo palabra en el abismo.

Geografía del Agua culmina así como una travesía por los estados del alma, del tiempo y de la historia. Un libro que, en su fluir constante, recuerda que la poesía —como el agua— no se deja asir del todo, pero siempre nos atraviesa.

La madurez poética de Cecilia Palma, lejos de anunciar un declive, expone el punto más alto de una voz afinada por la experiencia, templada por el tiempo y liberada del oropel de la urgencia. Y, sin embargo, vivimos en un contexto donde esa madurez suele ser relegada. Se celebran las promesas, se premia lo incipiente, se financia lo emergente, mientras que la poesía nacida de la vida recorrida —de la desilusión y de la sabiduría, del silencio y de la persistencia— encuentra pocos espacios de circulación. Los concursos, talleres y publicaciones orientan su radar hacia la juventud, como si la poesía tuviese edad de caducidad. En este escenario, Geografía del Agua resiste también como acto político: una defensa del arte que no busca irrumpir sino sedimentar, no gritar sino resonar con hondura.

Desde luego, no será extraño que muchos insistan —con Cărtărescu— que la poesía tiene “fecha de vencimiento”, como si la intensidad de la experiencia decreciera con los años, como si la lucidez del tiempo vivido no pudiera ya dar origen al fulgor de la belleza. Esta obra de Cecilia Palma refuta con claridad esa idea. Porque lo que aquí se escribe no solo es poesía verdadera: es poesía madura, libre, sin cálculo, sin necesidad de seducir, donde ya se ha asentado el dominio de la técnica y la palabra puede ir sin impurezas hacia lo indecible.

Geografía del Agua es, en ese sentido, un acto de resistencia poética. No al envejecimiento —que aquí no es degradación, sino depuración—, sino resistencia a la trivialidad. A la desmemoria. A la palabra sin raíz de aquellos que la torturan para dar “apariencia de profundidad”, como criticaba Martínez. Es, en suma, poesía que no teme a su madurez porque en cada verso arde la memoria de todo lo vivido desde el dominio del oficio. Y si hay algo que debiera tener un pronto vencimiento, es nuestra costumbre de no saber leer más allá del fulgor inmediato. A eso, Cecilia Palma responde con este libro-agua: hondo, persistente, irreductible.

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