“El agua es ágil y no
lleva
memoria consigo.”
GABRIELA MISTRAL
Hay ideas que, repetidas
con elegancia, acaban convirtiéndose en dogma. Una de ellas —expresada en su
estilo brillante y apodíctico por Mircea Cărtărescu— sostiene que la poesía —el
verso— es un arte de juventud: un estallido precoz, una suerte de fiebre verbal
que solo puede darse, en su máxima expresión, en el voluptuoso fuego del primer
arco de la vida. A la madurez, dice, le correspondería la novela: el verso
transmutado en versículo, la cadencia de la frase larga, el párrafo poblado; la
prosa. El verso, en cambio, sería una suerte de epifanía que se quema pronto, como
si el poeta que escribe hasta la madurez estuviera produciendo algo caduco;
como si la sensibilidad poética tuviera fecha de vencimiento.
Tal vez asaltado por la
sombra ominosa de los poetas malditos del pasado, el mismo Cărtărescu, en su
crisis de la mediana edad, dio el salto a la poesía en prosa y luego
propiamente a la narrativa, lo que le trajo gran éxito y el estatus de estrella
internacional. Es posible, de hecho, que si Cărtărescu no hubiese dado el salto
a la prosa, no hubiera salido del ámbito cerrado de las letras rumanas, como sí
lo ha hecho de la mano de sus brillantes novelas.
El decir que la poesía es
cosa de jóvenes se trata, desde luego, un prejuicio seductor. Pero, pese a toda
la merecida admiración que provoca dicho autor, la sentencia no deja de
sentirse injusta.
Frente a esa noción, Geografía
del Agua, de la poeta chilena Cecilia Palma, se alza como una
contraejemplaridad viva y resonante. No por el solo hecho de haber sido escrita
en la madurez poética de su autora, sino porque la obra misma es una
exploración lúcida del poder de la palabra cuando ya no responde al desborde
del ímpetu expresivo, sino a la serenidad de la contemplación desde la
experticia técnica.
En estos poemas no hay
improvisación: hay escandido. No hay ebriedad: hay escanciado. Y quisiera
detenerme en esta doble imagen: escandir el verso, que es el arte de la justa
medida; y escanciar el vino, que es el arte de servir un mosto añejo, que ha
conocido la circularidad de las estaciones. Ambas acciones requieren oído,
ritmo, espera. Ambas implican una relación con el tiempo que no se somete al
vértigo, sino a la contención.
El tiempo, de hecho, es
uno de los ejes secretos del libro: el tiempo como erosión, como memoria, como
herida. Pero también como maduración, como sedimentación simbólica. Lo que aquí
se vierte —y digo verter como se vierte un elíxir que ha alcanzado su perfección—
no es ya el grito del primer asombro, sino la palabra que ha sido trabajada,
revisitada, aquilatada por una voz que sabe lo que dice porque lo ha vivido.
El libro se abre al
lector con la brillante primera estrofa del poema I como exordio:
«Breves pasos y me
entrego a su boca / a su aliento de bruja seductora / a ese viento que rasga
muros / pérfido invasor del territorio».
La elección del
sustantivo “territorio” en el verso final no es menor: no se trata simplemente
del cuerpo, del yo o de la intimidad, sino de un espacio amplio, abstracto, que
remite tanto a lo personal como a lo político. El cuerpo aquí es un campo
disputado, una geografía vulnerable, abierta al asedio. La abstracción del
término permite que el poema no se cierre en la literalidad del cuerpo físico,
sino que se expanda hacia otras dimensiones de lectura: el territorio como
identidad, como historia, como espacio simbólico.
Y más adelante, en el poema IV:
«La lluvia presiente
mi sueño / indaga a mis demonios y los / somete / hay un pecho abierto en /
cada esquina / soy libre de volverme la piel».
En estos versos se
manifiesta con claridad una de las claves de este libro: el modo en que la
madurez poética permite una síntesis entre lo onírico, lo emocional y lo
corporal. Lejos del impulso juvenil que confía en la espontaneidad, hay aquí una
conciencia que somete los demonios al ritmo del lenguaje. La lluvia, figura
recurrente en la primera sección del libro, se vuelve sujeto activo de
introspección, y la libertad ya no es fuga, sino capacidad de devenir cuerpo
—de reconciliarse con la piel. Esta es una poética que no teme nombrar lo
interior, pero lo hace desde la forma, con contención y solidez.
Más aún, hay momentos en
que la contención se transforma en pura resonancia simbólica, como ocurre en el
poema VI:
«El viento codicioso
guarda en su / memoria / años de amores grises».
Aquí, la evocación del
viento no es solo atmosférica, sino una forma de memoria activa: el viento como
archivo, como repositorio vivo del deseo, como testigo persistente de lo
afectivo que se desgasta, y que recuerda, por contraposición, a los versos de
Mistral en su Elogio del Agua: “El agua es ágil y no lleva / memoria
consigo”. Aquí el viento sí lleva memoria consigo, y se carga de tiempo con
sobria precisión.
Y si hay un lugar donde
esa sobriedad se vuelve hallazgo poético, es en el poema VII:
«Húmeda la tarde / disimula
una lengua fresca / abraza racimos de notas y / balbucea por las rendijas /
otra historia de arcas».
Aquí, la lengua es
simultáneamente órgano y habla; carne y símbolo. En esa doble dimensión
—sensorial y semántica— se cifra una poética que no busca imponer sentido, sino
tantearlo desde el cuerpo. El poema despliega un registro en que el lenguaje es
música, es rumor, es historia balbuceante. El balbuceo —en lugar de ser un
signo de insuficiencia— se vuelve aquí vehículo de una verdad encarnada,
difícil de fijar, pero presente como humedad. Palma alcanza así uno de los
gestos más altos del libro: el reconocimiento de que la lengua no es solo
herramienta, sino materia viva, capaz de abrazar lo que no puede decirse con
nitidez.
Otra muestra del refinamiento
técnico y simbólico de Palma se encuentra en el poema XVI:
«Incansable golpea la
hostilidad del cristal / dueña y señora se escabulle por / las ranuras de
venosos túneles / escapa a la luz cazadora y / amordaza cualquier intento de /
motín. La noche apremia sin cobijo / echa la suerte sobre la mesa / apuesta la
sonrisa de todos en / la partida / quién sabe cuántos esquivarán a la / muerte
este día».
En la primera estrofa, la
imagen del agua como fuerza hostil, que golpea y se infiltra, se transforma en
símbolo corrosivo de lo que resiste y escapa al control: una entidad femenina,
dueña y señora, que circula por lo subterráneo e impide la sublevación. Es una
imagen compleja de poder velado, de una agencia líquida que no se enfrenta,
sino que permea bajo la superficie de los acontecimientos. En la segunda
estrofa, el tiempo nocturno se convierte en escena de apuesta y azar, pero una
en que se juega la vida.
Así, los poemas dedicados
al agua como lluvia —y por extensión al clima como expresión simbólica de la sensibilidad—
constelan un arquetipo coherente y profundo: la lluvia es aquí revelación y
velo, agente de erosión y de fecundidad. No aparece como simple ornamento
lírico, sino como figura que organiza una visión del mundo: lo que cae, lo que
insiste, lo que disuelve y transforma. En ese sentido, la lluvia en Palma es
una forma de pensamiento: un modo de nombrar la inestabilidad del yo, la
fragilidad de lo amado y la potencia ética de la palabra poética cuando, como
el agua, persevera sin gritar, deconstruye con persistencia contenida.
A este imaginario
acuático se suma la serie "Océano", que conforma la segunda
sección del libro, y que lleva el discurso poético hacia el plano colectivo y
político. El poema I de esta serie ofrece una de las imágenes más potentes del
libro:
«Kilómetros de olas
hechas cementerio / cayeron los cuerpos / uno a uno a / la inmensidad del
océano».
Con estos versos
iniciales, Palma no sólo sitúa al lector frente a la vastedad del océano como
escenario físico, sino que lo transfigura en camposanto: en espacio de duelo y
memoria. El ritmo pausado y escalonado del verso “uno a uno a / la
inmensidad del océano” reproduce en su cadencia el caer reiterado de los
cuerpos, como si cada línea pesara con el horror de lo irreparable. Las olas,
que usualmente simbolizan movimiento, transformación o renacimiento, aquí se
convierten en cementerio: el mar ya no es vida, sino testigo silente de un
crimen.
El poema enuncia el dolor
de una historia reciente, la de los cuerpos arrojados al mar durante la
dictadura, pero lo hace sin caer en el panfleto. Hay en la elección del tono
una sobriedad ética: no se describe la violencia en sí, sino su efecto acumulado,
lo que queda. Esa acumulación está cifrada en la imagen de “kilómetros de
olas hechas cementerio”: no hay una ola, hay un campo fúnebre que se
extiende sin fin. La voz poética no denuncia desde la indignación directa, sino
desde una evocación controlada y devastadora.
Este inicio marca el tono
de toda la serie "Océano", que no sólo articula una poética
del duelo, sino también una forma de resistencia. Al nombrar aquello que fue
lanzado al olvido —los cuerpos, sus voces, sus señas— la poesía se convierte en
contraoleaje: en gesto de memoria activa frente al intento de borradura.
Ese gesto se radicaliza
en el poema IV, cuyos primeros versos presentan una escena aún más contenida,
si cabe:
«No se oyeron allá al
fondo / las hélices / tampoco el golpe de los cuerpos».
Aquí, el silencio es
protagonista. No hay grito, no hay estruendo: hay omisión sonora. La violencia
del lanzamiento al mar es representada no por su sonido, sino por su ausencia.
Esta elección poética es profundamente ética: no busca el impacto del horror
explícito, sino el vacío que deja la violencia cuando ni siquiera hace ruido.
De este modo, Palma afina su lenguaje hasta hacerlo casi imperceptible, como si
solo pudiera nombrar lo inenarrable desde el borde del habla. Es en esa tensión
entre lo que no se puede decir y lo que debe ser dicho donde su poesía alcanza
uno de sus puntos más altos.
A continuación, el poema
V abre un registro contrastante y conmovedor:
«En racimos los niños
van y / vienen / las risas son el consuelo de / las aguas».
Después del peso abismal
del silencio, emergen las risas. Los cuerpos que se arrojaban sin sonido en el
poema anterior dan paso ahora a la imagen de los niños en movimiento, como
racimos vitales que habitan el borde del agua. La bellísima imagen de las risas
como “consuelo de las aguas” otorga a la infancia un rol restaurador por
su inocencia: ignorantes de todas las tragedias, los niños hallan en el oleaje fuente
de alegría. Las aguas, que “cargan memoria consigo”, son ahora también
escenario de lo que pervive, de lo que nace y prospera, aun a expensas del
pasado.
Este contraste no suaviza
el horror, sino que lo enmarca: el poema V no cancela el duelo, pero lo sitúa
en una temporalidad más compleja, donde la vida persiste incluso entre los
escombros. Así, Palma no ofrece redención, pero sí da lugar a una poética de la
persistencia. La risa de los niños no borra la violencia y el horror que reposa
en el océano, pero la resignifica, proponiendo que aún sobre las aguas
dolientes puede flotar la posibilidad de un nuevo vínculo.
Esta tensión entre
persistencia y vacío se reactualiza más adelante en el poema X, cuando el agua
ya no es testigo del crimen ni consuelo de la infancia, sino sustancia que se
filtra y descompone toda visión:
«El agua seca las
visiones / acumula sonidos y recuerdos / escurre sin aviso por los poros y /
deja abiertas las cuencas tristes y vanas / tan secas de la leche de gea / tan
abandonadas a la nada / a toda la humanidad y / la vida».
Estos versos, cargados de
una resonancia existencial, contrastan fuertemente con las personificaciones
anteriores del viento o la lluvia. Si en la primera sección el viento era
memoria y la lluvia persistencia, aquí el agua es una entidad casi abstracta,
desprovista de voluntad, vuelta sobre sí misma. Ya no fecunda ni penetra: al contrario, aquí el agua seca. Lo que deja atrás
esta paradoja no es revelación, sino ausencia: cuencas abiertas, secas de
leche, abandonadas. En esta imagen final de la estrofa, la poesía alcanza una
forma de nihilismo lírico, donde la humanidad y la vida quedan nombradas no por
su plenitud, sino por lo que les ha sido retirado.
Esta transformación del
agua —de símbolo vital a substancia entropizante— marca una inflexión en el
libro. No hay aquí redención ni catarsis, sino una lucidez que asume el
desgaste como parte del horizonte humano. Y, sin embargo, Palma no cae en la
desesperanza, porque incluso este despojo final está dicho con una precisión
que honra la experiencia. Es esa ética del lenguaje —decir sin ocultar, sin
embellecer lo que duele— la que convierte a Geografía del Agua en un
libro necesario.
El poema XVII, en el
corazón de la serie Océano, ofrece una condensación extrema del pathos
acumulado a lo largo del libro. Sus tres versos semejan un epigrama grabado en
la frialdad del mármol:
«Acaso en este vértice
azulado / la sombra se descuelgue de / su cárcel».
Aquí, Palma elige la
forma breve para dejar abierta una posibilidad: que en ese punto de inflexión
—ese “vértice azulado”— algo de la sombra, es decir, del dolor, del
recuerdo, de la muerte, pueda liberarse. El lenguaje es mínimo, contenido al
extremo, pero sugiere una profundidad filosófica y simbólica: la sombra, como
arquetipo del inconsciente, encuentra aquí una grieta. La cárcel no es otra que
el cuerpo, el trauma, el lenguaje mismo.
De manera casi
ceremonial, el poema epigramático se hace cada vez más preponderante hacia el
cierre de la serie Océano, como atestiguan los poemas XX y XXIII; allí,
la brevedad no implica clausura, sino una forma de precipitación verbal que
concentra la visión y al mismo tiempo la disuelve. Es en esa condensación que
la voz poética alcanza una cualidad mineral, depurada de todo exceso, como si
solo lo esencial pudiera sobrevivir al paso del agua y del tiempo.
La última sección del
libro se abre entonces hacia una dimensión más introspectiva, cósmica y casi
mística. Y es con el poema XXXIII que se anuncia ese tránsito final, donde la
poeta ya no se detiene en la historia, el duelo o la denuncia, sino que se lanza
—literalmente— al horizonte:
«Tengo la memoria de
los siglos / escurriendo por mi cuerpo mientras / el atardecer irrumpe
anaranjado en mis / cuencas / y yo tan enamorada del / horizonte / de esa línea
azul oscuro que / intento tocar con mis manos / cierro los ojos e / imagino que
vuelo hasta ese / abismo».
La memoria de los siglos,
que es también la memoria del libro, recorre el cuerpo como una corriente
última, sanguínea. La poeta, enamorada de ese límite —el horizonte— no lo teme:
lo busca, lo desea, lo palpa en su imaginación. Es una figura de disolución que
no es derrota, sino culminación. En esa línea azul oscuro no hay negación de la
vida, sino afirmación de su impulso más íntimo: el deseo de traspasar el
límite, de seguir siendo palabra en el abismo.
Geografía del Agua culmina así como una travesía por los estados del
alma, del tiempo y de la historia. Un libro que, en su fluir constante,
recuerda que la poesía —como el agua— no se deja asir del todo, pero siempre
nos atraviesa.
La madurez poética de
Cecilia Palma, lejos de anunciar un declive, expone el punto más alto de una
voz afinada por la experiencia, templada por el tiempo y liberada del oropel de
la urgencia. Y, sin embargo, vivimos en un contexto donde esa madurez suele ser
relegada. Se celebran las promesas, se premia lo incipiente, se financia lo
emergente, mientras que la poesía nacida de la vida recorrida —de la desilusión
y de la sabiduría, del silencio y de la persistencia— encuentra pocos espacios
de circulación. Los concursos, talleres y publicaciones orientan su radar hacia
la juventud, como si la poesía tuviese edad de caducidad. En este escenario, Geografía
del Agua resiste también como acto político: una defensa del arte que no
busca irrumpir sino sedimentar, no gritar sino resonar con hondura.
Desde luego, no será
extraño que muchos insistan —con Cărtărescu— que la poesía tiene “fecha de
vencimiento”, como si la intensidad de la experiencia decreciera con los años,
como si la lucidez del tiempo vivido no pudiera ya dar origen al fulgor de la
belleza. Esta obra de Cecilia Palma refuta con claridad esa idea. Porque lo que
aquí se escribe no solo es poesía verdadera: es poesía madura, libre, sin
cálculo, sin necesidad de seducir, donde ya se ha asentado el dominio de la
técnica y la palabra puede ir sin impurezas hacia lo indecible.
Geografía del Agua es, en ese sentido, un acto de resistencia
poética. No al envejecimiento —que aquí no es degradación, sino depuración—,
sino resistencia a la trivialidad. A la desmemoria. A la palabra sin raíz de
aquellos que la torturan para dar “apariencia de profundidad”, como criticaba
Martínez. Es, en suma, poesía que no teme a su madurez porque en cada verso
arde la memoria de todo lo vivido desde el dominio del oficio. Y si hay algo
que debiera tener un pronto vencimiento, es nuestra costumbre de no saber leer
más allá del fulgor inmediato. A eso, Cecilia Palma responde con este
libro-agua: hondo, persistente, irreductible.
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