lunes, 30 de junio de 2025

Sobre la ficción y la invención (2017, rev. 2025) - Ensayo

La definición intuitiva que se nos viene a la mente cuando nos hablan de ficción suele ser –entre otras–: «una historia inventada» «una historia imaginada» o incluso, para algunas mentes más radicales e inclinadas a la visión materialista de la realidad, «una historia falsa». En todo caso es entendible tal visión, ya que, también intuitivamente, tendemos a pensar en la ficción o lo ficticio como lo perfectamente opuesto a lo verdadero o a lo real. Desde luego, si tomamos verdad como sinónimo de realidad –cualidad de lo real que en su etimología latina se descompone en res (cosa) y -alis (sufijo que indica relativo a), [Nota 1: Fuente: http://etimologias.dechile.net/?realidad] es decir, lo relativo a las cosas– entonces dicha visión de la ficción se encontraría, podríamos decir, justificada. [Nota 2: Las corrientes de pensamiento materialista tienden a equiparar verdad y realidad en términos concretos, ya que según ellos sólo se puede dar cuenta de lo verdadero en términos de lo verificable, es decir, en términos de las descripciones y definiciones que es posible hacer exclusivamente a partir de los hechos físicos del mundo.] A reforzar esta visión se añade el hecho de que la palabra ficción deriva de fictio y fingere, es decir, alude inequívocamente a lo fingido, lo aparentado, lo simulado. [Nota 3: Fuente: http://etimologias.dechile.net/?ficcio.n] Desde este punto de vista, lo más coherente sería considerar a realidad y ficción como antónimos absolutos. Consideramos por lo tanto real y verdadero aquello que podemos ver y palpar así como todo aquello en lo que podemos ponernos de acuerdo que existe. Consideramos ficticio –incluso falso– a todo aquello que es fruto de la imaginación humana y que no tiene asidero en la realidad. Espero, sin embargo, poder mostrar (jamás demostrar) a través de estas líneas que dicha certeza, tanto intuitiva como conceptual, no es tan sólida como aparenta. Una vez que comenzamos a analizar detenidamente lo que consideramos realidad y ficción, verdad e imaginación, invento y descubrimiento, nos damos cuenta de que las fronteras no están tan claras como en un principio lo parecen. 

Solemos circunscribir la ficción a los géneros literarios y dramáticos que hacen uso de ella tales como novela, cuento, teatro, cine, televisión, etc. Pero nos quedamos cortos si delimitamos la ficción exclusivamente dentro de tales parámetros. Generamos ficción constantemente en nuestra vida diaria (y no me refiero exclusivamente, como podría pensarse, a cuando mentimos). Cada vez que relatamos algún hecho, haya ocurrido este en realidad o no, estamos haciendo ficción, construyendo relato. Seguramente el lector habrá brincado en su asiento ante tal afirmación, pero sostengo lo que digo. Cada relato que hacemos de los hechos de nuestras vidas, hayan ocurrido estos o no (en términos coloquiales, estemos o no mintiendo), cada recuento de los hechos, pensamientos, acciones y sueños, constituye, de nuestra parte, un ejercicio de ficción, un relato manufacturado según nuestros particulares marcos culturales, idiosincrasia y conveniencias. Dado que la experiencia integral [Nota 4: Por experiencia integral me refiero a la que no sólo se adquiere a través de los sentidos, sino a la experiencia vista como una participación total de la conciencia en el mundo, incluyendo los factores psicológicos, subjetivos, el fenómeno mental, la inteligencia y la intuición, así como también los aspectos tácitos e indecibles de la experiencia humana, incluidos los espirituales, místicos y oníricos.] es intransferible, nos servimos del lenguaje para comunicar dicha experiencia a nuestros semejantes, en muchas ocasiones bajo la creencia de que el lenguaje es suficiente para describir la integridad de la percepción; pero todo recuento de la experiencia es siempre un espejismo, es siempre incompleto, jamás da cuenta de la experiencia misma en su totalidad ni permite al otro experimentarla en un sentido total. [Nota 5: Experimentar en un sentido total sería no solamente participar por completo de la experiencia de otro sino, en estricto sentido, ser el otro.] Aun así, el lenguaje nos permite cierto nivel de transmisión que, aunque imperfecto, nos permite a su vez comunicarnos y construir un ente social más o menos organizado, pero siempre –y esto es muy relevante– en función de la riqueza de nuestro lenguaje y nuestro léxico, dado que a través de lenguaje es como construimos nuestro relato vital. El relato vital es el fundamento de nuestra vida personal y social. De ahí que comulgue completamente con Javier Barrientos [Nota 6: Véase la excelente entrevista al profesor Barrientos realizada por Cristián Warnken en: http://www.otrocanal.cl/video/javier-barrientos-el-ser-profundo-de-chile] cuando dice (parafraseo) que al empobrecerse el lenguaje se empobrece nuestro relato, por lo tanto se empobrecen nuestras vidas. El tema de cómo elaboramos y construimos este relato pasa a ser entonces un asunto de importancia capital. Cada vez que el léxico disminuye, disminuyen también nuestras posibilidades de comunicar emociones y experiencias complejas, por lo tanto nuestra visión de nosotros mismos se empequeñece. Y sí, digo de nosotros mismos porque ese relato, esa ficción que construimos, no sólo la usamos para comunicarla a otros, sino que está construida en primer lugar para cada uno de nosotros en lo particular. Lo que creemos que somos, lo que creemos que sentimos y pensamos, siempre está basado en esa ficción primordial formada por lo que nos dijeron que éramos, lo que nos creímos de ello, lo que posteriormente rechazamos, y lo que nosotros mismos fuimos descubriendo. Nos hemos contado a nosotros mismos la historia de lo que somos, y en base a eso seguimos construyendo y diseminando ficciones a nuestros semejantes y ellos a nosotros. El lector podría con todo derecho protestar, y referir que por ejemplo él o ella está completamente seguro de lo que ha sido su experiencia vital hasta la fecha, y que quién soy yo para venir a decir que la experiencia vital de una persona no es distinta de lo que está escrito en las páginas de, por ejemplo, El Quijote. Podría alegarse, tal vez razonablemente, que estoy denigrando las experiencias personales al colocarlas al mismo nivel de la ficción; que estoy rebajando la verdad al nivel de la mentira. Pero, ¿es lo ficticio equiparable a la mentira? ¿Es lo real lo mismo que lo verdadero? ¿Qué tan seguro está el lector de la realidad de sus recuerdos? ¿Es Don Quijote de la Mancha un personaje ficticio realmente? ¿Es su existencia una falsedad, por lo tanto algo irrelevante? ¿Son las vivencias de una persona, al ser reales (?), más importantes que las del Hidalgo? Analizaremos estas cuestiones en detalle.

El primer lugar, el más obvio, en que los límites entre realidad y ficción se difuminan, es cuando nos refieren que tal o cual novela o película está «basada en hechos reales». Mientras que algunas personas dimensionan la fragilidad de dicho aserto, muchas otras creen que esto significa que la historia que se está relatando o que van a presenciar es real, es decir, que se ajusta fielmente a los hechos en los que se basa. [Nota 7: No puedo dejar de mencionar aquí el relato, referido por más de un conocido, consistente en ver a una abuela o madre piadosa rezando arrodillada frente al televisor en Semana Santa, mientras era exhibida la película Jesús de Nazaret de Franco Zefirelli. Para dichas personas, la contemplación del filme era literalmente la contemplación de la pasión, muerte y resurrección del salvador cristiano. No había anacronismo ni ficción alguna para ellas: se encontraban contemplando al mismísimo Mesías padeciendo en el living de sus casas, no al actor Robert Powell.] Pero esto no sólo dista mucho de ser el caso, sino que, en mi opinión, jamás es el caso. Ya que toda novela o película de esa índole se basa a su vez en los relatos de los involucrados o de los testigos, se trata, podríamos decir, una ficción secundaria. La ficción primaria constituye el propio relato de dichos involucrados o testigos. Y por muchos esfuerzos que hagan los autores o los realizadores por ser fieles al relato primario, la obra resultante siempre es una ficción de segundo orden. Supongamos, por ejemplo, que el hecho real en que se basa la historia implica que una de las víctimas de un accidente de tránsito perdió una mano. Se podría argüir que este hecho es incontestablemente real, que la persona efectivamente es manca, y que nada puede cambiar eso ya. Eso es innegable. Pero eso es un hecho literal, físico, que uno representa por medio del lenguaje. Cualquier intento de comunicar a otro qué se siente, en todo nivel, perder una mano, constituye un relato, y por lo tanto una forma de ficción. Sólo el que es manco lo sabe, lo experimenta en sus carnes. Y aun así puede que difieran los relatos de un manco a otro. Cada experiencia es única e intransferible. ¿Pero cómo entonces poder dar cuenta de un hecho real si este autor sostiene majaderamente que siempre hacemos ficción? Ahí entramos en el asunto de los niveles de realidad. En esto sigo las lúcidas opiniones de Patrick Harpur en su libro Realidad daimónica. [Nota 8: Harpur, Patrick. Realidad daimónica. Traducción de Isabel Martí. 1ª ed. Girona: Ediciones Atalanta, 2007.] No es lo mismo la realidad literal que la realidad del relato vital, por ejemplo. Al construir nuestro relato, nuestra ficción, estamos construyendo un nuevo nivel de realidad, de modo que ya no podemos asociar lo real a lo verdadero y lo ficticio a lo falso. Dichas categorías lógicas pierden asidero bajo esta óptica. El relato del hecho literal pasa a tener su propio nivel de realidad, y es en ese nivel en donde habitan también otras ficciones. Si volvemos al caso de El Quijote, por ejemplo, tenemos que, pese a que se ha debatido si Don Alonso se basó en algún personaje «histórico» o no, lo cierto es que Don Quijote de la Mancha es, para nuestra cultura, tan vivo e importante como otros personajes que pensamos reales e históricos. [Nota 9: Sobre el tema de si la historia se puede llamar realidad o ficción, hay que ir al monumental y polémico trabajo del matemático ruso Anatoly Fomenko, quien en 7 gruesos volúmenes, [Nota a la nota: Fomenko, Anatoly. History: Fiction or Science? Traducción de Mikhail Yagupov. 2ª ed, revisada. Olympia: Delamere Resources LLC, 2003-2006.] expone, desarrolla y demuestra que la historia es un constructo deliberado y no una verdad inamovible, y que es mucho más cercana a lo que llamamos ficción que a lo que entendemos por realidad. Pero eso constituye tema para análisis aparte.] Para el caso que nos atañe en este ensayo, baste con decir que ciertos personajes de ficción y ciertos personajes históricos pueden pasar a tener la misma relevancia en la mente de los pueblos, en lo que constituye su cultura. Por lo tanto, sería razonable pensar que, haya sido Don Quijote un producto al cien por ciento de la imaginación de Cervantes o no, su relevancia para la cultura occidental es indiscutible y real. Don Quijote es un personaje vivo y existente, tanto, o tal vez más, que muchos personajes que la convención considera históricos. Por otro lado, las aventuras y desventuras de cualquier hijo de vecino del siglo pasado, por muy concretas, materiales y dramáticas que hayan sido, tal vez ya no pervivan en la memoria de nadie. 

En síntesis, sostengo que la división tan querida y útil entre realidad y ficción en sí misma es ilusoria, ya que, de existir algo que pudiésemos llamar real, solo puede ser descrito mediante un relato, el cual siempre habita de otro modo el mundo; es decir, lo hace en otro nivel de realidad, en otro registro. Bajo la óptica de Harpur, la realidad literal es sólo un nivel de realidad, y lo que yo llamo ficción es otro nivel de realidad, uno más abstracto si se quiere, pero igualmente presente y relevante, y cuyos efectos podemos palpar en nuestro mundo literal y concreto. Ahora bien, esto nos lleva a una consideración algo inquietante: si a cada momento estamos haciendo ficción, cuando un autor se propone la creación de una obra ficticia y la lleva a término ¿se hace ésta un miembro vivo y activo de la realidad? ¿Participa de lo que percibimos como concreto y literal? ¿Lo afecta? Mi opinión es que sí.

Cada obra literaria y dramática que existe forma parte de aquello que pudiéramos denominar lo real, ya que toda obra remite en última instancia a alguna cosa (res), pudiendo ser dicha cosa la mente misma del autor. Nadie parece dudar de la realidad de la mente, o para el caso de la realidad de la conciencia, pero nadie puede negar tampoco que mente y conciencia son conceptos complicados de definir y en última instancia abstractos e inasibles. [Nota 10: Al respecto la controversia acerca de la naturaleza de la conciencia sigue abierta en el mundo científico.] Asimismo las obras de ficción, pese a ser abstractas y existir en el espacio abstracto de la mente de sus creadores y la de sus lectores o espectadores, son de una realidad evidente, y pueden afectar y afectan el mundo literal y concreto. Además de los efectos físicos, me parecen mucho más relevantes los efectos psíquicos (entendiendo psyché como mente, tanto individual como colectiva, y no tanto, para este caso, su acepción original de «soplo, aire frío» y por extensión anima o «alma») de las obras de ficción. Un libro, por ejemplo, tiene la capacidad de posesionarse de una mente casi como una infección, y de contagiarse a otras mentes a través de la lectura y la referencia. [Nota 11: Marginalmente, quisiera señalar que pienso que cualquier texto, cualquier codificación, aunque se encuentre en «reposo», es decir, sin ser leído o sin interacción con un ente, afecta por su sola presencia, por su sola existencia, el tejido de la realidad. La influencia del código se esparce y se disemina por la realidad como una gota de tinta se esparce y se diluye al caer en un vaso con agua. Esto será tratado como parte de un futuro ensayo concerniente al código, el texto, y su relación con la realidad.] Así, dicho libro puede afectar y alterar el espacio psíquico de un colectivo humano de modo profundo y masivo, siendo un elemento de penetración social poderosísimo. Incluso más poderoso puede llegar a ser el cine. Con independencia de los gustos y preferencias personales, nadie puede negar la profunda penetración del cine en la sociedad y la mente colectiva humana, tanto así que muchas películas o referencias fílmicas forman parte fundamental de la visión de mundo de millones de seres humanos. Es por esta misma razón que la ficción no debe ser nunca desdeñada como algo irrelevante o «falso». La relevancia de la ficción en lo que nos constituye como seres humanos es muy alta. De hecho es muy probable (y en esto sigo a Harpur también) que los relatos míticos de nuestros ancestros fueran vistos como de una realidad tangible y absoluta por quienes los escuchaban, aunque a nosotros nos parezcan ficción. Y es que son ficción, y son realidad, como nuestras modernas epopeyas literarias o fílmicas son ficción, pero también son de una realidad aplastante. El conocimiento humano –el alma humana– no se circunscribe a lo científico, a lo «verificable»: está constituido por una masa ingente de ficciones y realidades, verdades a medias y mentiras, relatos, afectos y, por sobre todo, de hechos «históricos» que jamás ocurrieron en la realidad literal.

Ahora que ya se ha expuesto esta particular visión de la ficción [Nota 12: Como el lector atento y crítico podrá notar, eludí mencionar en esta sección del ensayo, el género de la no-ficción, dentro del que se enmarcan diversas creaciones literarias y fílmicas, tales como el documental, la biografía (!), la novela de no-ficción (!!), y el ensayo, entre otros. Aclaro en esta nota que la distinción entre ficción y no-ficción se me hace un tanto absurda, como podrá deducirse de mis ideas respecto a la ficción, por lo tanto considero a ambos géneros como uno y el mismo, y a tal distinción como inexistente. Por lo tanto este ensayo lo considero una obra de ficción que participa de la realidad con su relato, con todas las implicaciones que ello acarrea.] y su relación con la realidad, expondré al lector lo que entiendo como invención y cómo lo relaciono con esta idea de ficción. Coloquialmente se habla de que las historias de ficción se inventan, y la palabra inventar se usa ahí en su etimología más aceptada: como proveniente de inventus, con el prefijo in- (hacia dentro) y ventus, el participio del verbo venire; es decir, invento se entiende como algo que viene de adentro, de uno mismo. [Nota 13: Fuentes: http://etimologias.dechile.net/?invento] Por ende, inventar se entiende universalmente, y con toda razón, como el acto de crear algo desde uno mismo, desde la propia imaginación, es decir, algo original, único, venido del que inventa. Si yo digo que «inventé» una canción, un cuento o una novela, aunque suene ingenuo, la mayoría entenderá que estoy afirmando haberlo hecho desde mí mismo y por mí mismo, sin la participación de otros. Por supuesto, si analizamos el fenómeno de la comunicación y la influencia, descubriremos que en realidad poco o nada se inventa en términos estrictos, ya que no podemos sustraernos a la influencia del medio. Pero supongamos por un momento que, en condiciones ideales, logré «inventar» algo completamente desde mí mismo, es decir, de la nada (?). Eso encajaría con la visión corriente de inventar, y no habría nada más que hablar. Pero no es esa la visión de invención que quiero proponer. Hace unos años, cuando me embarqué en lecturas alquímicas (quiero decir, en la lectura y estudio de los llamados «textos clásicos» de la Antigua Ciencia) me encontré con la siguiente máxima: Visita Interiora Terrae Rectificando Invenies Occultum Lapidem («Visita el interior de la Tierra y rectificando encontrarás la piedra oculta») también conocida por la sigla V.I.T.R.I.O.L. También está esta otra máxima alquímica (en este caso del Mutus Liber, el «Libro mudo»): Ora, Lege, Lege, Lege, Relege, Labora et Invenies («Ora, lee, lee, lee, relee, trabaja y encontrarás»). En ambos casos, el verbo invenio (encontrar) [Nota 14: Muy notable me parece al respecto, que en español aún conservemos una palabra derivada directamente de este verbo latino y que es sinónima de encontrar: el verbo invenir, que según la RAE significa «hallar o descubrir».] es el que señala la finalización de la Gran Obra; es decir, la obtención de la Piedra Filosofal. Me pareció en ese entonces muy significativo –y todavía me lo parece– que la Piedra no es algo que se fabrique o se «cree», sino que algo que se halla, que se encuentra. El artifex con su trabajo y su meditación, «encuentra» la Piedra. En ese entonces no conocía la etimología más arriba señalada de la palabra invención, por lo que sin mayor investigación concluí que debía derivar del latín invenio. Huelga decir que me pareció bellísimo que la palabra inventar derivara de la palabra latina para encontrar. O sea, el que inventa, no crea de la nada, sino que encuentra. Me quedé con esa definición hasta que tiempo más tarde decidí investigarlo y me di cuenta que tal relación no existía y que la etimología era otra, la más arriba mencionada. Durante un tiempo lo lamenté, pero luego decidí que no aceptaría esa realidad. Decidí hacer ficción. Decidí que para mí la invención no sería meramente hacer aparecer algo desde la imaginación y ya (¿creatio ex nihilo?), sino que inventar implicaría necesariamente encontrar, descubrir, hallar. Y encontrar no en cualquier parte, sino dentro de, o en, sí mismo. Y justamente ahí es donde propongo que se hermanan ambas etimologías. Esa es la noción que es el núcleo de este ensayo. El que inventa no crea; encuentra. Inventar es hallar. Por lo tanto la ficción, ya que es inventada, no viene de la nada, sino que la ficción es encontrada por el que la inventa. Encontrada en sí mismo. O sea que la ficción ni es falsa ni irreal, ni viene de la nada; sino que es perfectamente real (relativa a las cosas, relativa a algo), y por lo tanto es hallada por su artífice. El escritor no simplemente inventa desde una nada interior que puede equipararse a la Nada primordial; el escritor cuando inventa una ficción la encuentra dentro de sí mismo, y ese sí mismo participa de todo lo real, no solo de lo literal. 

Por lo tanto, mi propuesta es que la invención de la ficción es un acto fundamental de la experiencia humana, un hecho profundo, misterioso y pleno de sentido, y no algo meramente subsidiario fruto de las interacciones con el mundo literal y concreto; no es un subproducto de la crianza, de la cultura o la situación social mezcladas con algo de ingenio e inventiva, como a veces se cree, sino, en primer lugar, un hallazgo que le hemos arrebatado a lo innombrable. Nuestro mundo, nuestra experiencia, nuestra existencia está construida en base a la ficción, y la seguimos construyendo todos los días. La experiencia misma, la conciencia, la interacción con el mundo, el aprendizaje, el obrar en la materia y transformar el medio y la realidad usando lo aprendido; todo aquello forma parte del gran acto del que todos participamos de inventar nuestra ficción. Cada uno de nosotros es un creador que hace su propia ficción a cada momento. Cada uno de nosotros es un escritor, que encuentra su novela en los laberintos de su imaginación y en las catacumbas de su alma. Cada uno de nosotros es un cineasta que capta, que encuentra, que inventa por lo tanto, una mirada para que otros puedan compartirla a través de la pantalla. La realidad no está allá afuera y la ficción en nuestras cabezas; realidad y ficción, persona y personaje, idea y obra, forman todos un continuo indisoluble, y quien asegure que los productos de su imaginación son sólo suyos, o miente, o no ha comprendido que la imaginación y el sí mismo son una y la misma cosa con esa realidad que él cree externa; son inalienables de la realidad que cree que sus dedos tocan. Aquellos personajes, aquellas ficciones, son reales y tienen existencia. Su existencia puede llegar a ser tan real y dramática como un piedrazo en la cabeza. Nos encontramos con ellos, con esos entes, como los alquimistas se pueden llegar a encontrar con la Piedra. Cervantes no inventó al Quijote, lo encontró; tal como Joyce encontró a Leopold Bloom y como Newton y Leibniz encontraron ambos, por separado, el cálculo. Sin duda estas ideas están lejos de la visión cotidiana que tenemos de los conceptos con los que tratan, pero mi afán no es el del filósofo contemporáneo que busca llegar a la verdad a través de la lógica y del lenguaje, sino el del alquimista (el Filósofo, el Amante de Sophia) que busca encontrar, no la verdad, sino aquello que todos le dicen que no existe pero que él sabe que lo está esperando, ni allá afuera ni acá adentro, sino en ese no-lugar del que emergen todas las ficciones, llámense novelas, delirios, sueños, ensayos, pesadillas o iluminaciones. Encontrar la Piedra, el fulcro, que emerge y se sumerge desde y hacia ese Misterio Mayor, último e insondable, que es el Sí Mismo.

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