lunes, 30 de junio de 2025

Sobre la ficción y la invención (2017, rev. 2025) - Ensayo

La definición intuitiva que se nos viene a la mente cuando nos hablan de ficción suele ser –entre otras–: «una historia inventada» «una historia imaginada» o incluso, para algunas mentes más radicales e inclinadas a la visión materialista de la realidad, «una historia falsa». En todo caso es entendible tal visión, ya que, también intuitivamente, tendemos a pensar en la ficción o lo ficticio como lo perfectamente opuesto a lo verdadero o a lo real. Desde luego, si tomamos verdad como sinónimo de realidad –cualidad de lo real que en su etimología latina se descompone en res (cosa) y -alis (sufijo que indica relativo a), [Nota 1: Fuente: http://etimologias.dechile.net/?realidad] es decir, lo relativo a las cosas– entonces dicha visión de la ficción se encontraría, podríamos decir, justificada. [Nota 2: Las corrientes de pensamiento materialista tienden a equiparar verdad y realidad en términos concretos, ya que según ellos sólo se puede dar cuenta de lo verdadero en términos de lo verificable, es decir, en términos de las descripciones y definiciones que es posible hacer exclusivamente a partir de los hechos físicos del mundo.] A reforzar esta visión se añade el hecho de que la palabra ficción deriva de fictio y fingere, es decir, alude inequívocamente a lo fingido, lo aparentado, lo simulado. [Nota 3: Fuente: http://etimologias.dechile.net/?ficcio.n] Desde este punto de vista, lo más coherente sería considerar a realidad y ficción como antónimos absolutos. Consideramos por lo tanto real y verdadero aquello que podemos ver y palpar así como todo aquello en lo que podemos ponernos de acuerdo que existe. Consideramos ficticio –incluso falso– a todo aquello que es fruto de la imaginación humana y que no tiene asidero en la realidad. Espero, sin embargo, poder mostrar (jamás demostrar) a través de estas líneas que dicha certeza, tanto intuitiva como conceptual, no es tan sólida como aparenta. Una vez que comenzamos a analizar detenidamente lo que consideramos realidad y ficción, verdad e imaginación, invento y descubrimiento, nos damos cuenta de que las fronteras no están tan claras como en un principio lo parecen. 

Solemos circunscribir la ficción a los géneros literarios y dramáticos que hacen uso de ella tales como novela, cuento, teatro, cine, televisión, etc. Pero nos quedamos cortos si delimitamos la ficción exclusivamente dentro de tales parámetros. Generamos ficción constantemente en nuestra vida diaria (y no me refiero exclusivamente, como podría pensarse, a cuando mentimos). Cada vez que relatamos algún hecho, haya ocurrido este en realidad o no, estamos haciendo ficción, construyendo relato. Seguramente el lector habrá brincado en su asiento ante tal afirmación, pero sostengo lo que digo. Cada relato que hacemos de los hechos de nuestras vidas, hayan ocurrido estos o no (en términos coloquiales, estemos o no mintiendo), cada recuento de los hechos, pensamientos, acciones y sueños, constituye, de nuestra parte, un ejercicio de ficción, un relato manufacturado según nuestros particulares marcos culturales, idiosincrasia y conveniencias. Dado que la experiencia integral [Nota 4: Por experiencia integral me refiero a la que no sólo se adquiere a través de los sentidos, sino a la experiencia vista como una participación total de la conciencia en el mundo, incluyendo los factores psicológicos, subjetivos, el fenómeno mental, la inteligencia y la intuición, así como también los aspectos tácitos e indecibles de la experiencia humana, incluidos los espirituales, místicos y oníricos.] es intransferible, nos servimos del lenguaje para comunicar dicha experiencia a nuestros semejantes, en muchas ocasiones bajo la creencia de que el lenguaje es suficiente para describir la integridad de la percepción; pero todo recuento de la experiencia es siempre un espejismo, es siempre incompleto, jamás da cuenta de la experiencia misma en su totalidad ni permite al otro experimentarla en un sentido total. [Nota 5: Experimentar en un sentido total sería no solamente participar por completo de la experiencia de otro sino, en estricto sentido, ser el otro.] Aun así, el lenguaje nos permite cierto nivel de transmisión que, aunque imperfecto, nos permite a su vez comunicarnos y construir un ente social más o menos organizado, pero siempre –y esto es muy relevante– en función de la riqueza de nuestro lenguaje y nuestro léxico, dado que a través de lenguaje es como construimos nuestro relato vital. El relato vital es el fundamento de nuestra vida personal y social. De ahí que comulgue completamente con Javier Barrientos [Nota 6: Véase la excelente entrevista al profesor Barrientos realizada por Cristián Warnken en: http://www.otrocanal.cl/video/javier-barrientos-el-ser-profundo-de-chile] cuando dice (parafraseo) que al empobrecerse el lenguaje se empobrece nuestro relato, por lo tanto se empobrecen nuestras vidas. El tema de cómo elaboramos y construimos este relato pasa a ser entonces un asunto de importancia capital. Cada vez que el léxico disminuye, disminuyen también nuestras posibilidades de comunicar emociones y experiencias complejas, por lo tanto nuestra visión de nosotros mismos se empequeñece. Y sí, digo de nosotros mismos porque ese relato, esa ficción que construimos, no sólo la usamos para comunicarla a otros, sino que está construida en primer lugar para cada uno de nosotros en lo particular. Lo que creemos que somos, lo que creemos que sentimos y pensamos, siempre está basado en esa ficción primordial formada por lo que nos dijeron que éramos, lo que nos creímos de ello, lo que posteriormente rechazamos, y lo que nosotros mismos fuimos descubriendo. Nos hemos contado a nosotros mismos la historia de lo que somos, y en base a eso seguimos construyendo y diseminando ficciones a nuestros semejantes y ellos a nosotros. El lector podría con todo derecho protestar, y referir que por ejemplo él o ella está completamente seguro de lo que ha sido su experiencia vital hasta la fecha, y que quién soy yo para venir a decir que la experiencia vital de una persona no es distinta de lo que está escrito en las páginas de, por ejemplo, El Quijote. Podría alegarse, tal vez razonablemente, que estoy denigrando las experiencias personales al colocarlas al mismo nivel de la ficción; que estoy rebajando la verdad al nivel de la mentira. Pero, ¿es lo ficticio equiparable a la mentira? ¿Es lo real lo mismo que lo verdadero? ¿Qué tan seguro está el lector de la realidad de sus recuerdos? ¿Es Don Quijote de la Mancha un personaje ficticio realmente? ¿Es su existencia una falsedad, por lo tanto algo irrelevante? ¿Son las vivencias de una persona, al ser reales (?), más importantes que las del Hidalgo? Analizaremos estas cuestiones en detalle.

El primer lugar, el más obvio, en que los límites entre realidad y ficción se difuminan, es cuando nos refieren que tal o cual novela o película está «basada en hechos reales». Mientras que algunas personas dimensionan la fragilidad de dicho aserto, muchas otras creen que esto significa que la historia que se está relatando o que van a presenciar es real, es decir, que se ajusta fielmente a los hechos en los que se basa. [Nota 7: No puedo dejar de mencionar aquí el relato, referido por más de un conocido, consistente en ver a una abuela o madre piadosa rezando arrodillada frente al televisor en Semana Santa, mientras era exhibida la película Jesús de Nazaret de Franco Zefirelli. Para dichas personas, la contemplación del filme era literalmente la contemplación de la pasión, muerte y resurrección del salvador cristiano. No había anacronismo ni ficción alguna para ellas: se encontraban contemplando al mismísimo Mesías padeciendo en el living de sus casas, no al actor Robert Powell.] Pero esto no sólo dista mucho de ser el caso, sino que, en mi opinión, jamás es el caso. Ya que toda novela o película de esa índole se basa a su vez en los relatos de los involucrados o de los testigos, se trata, podríamos decir, una ficción secundaria. La ficción primaria constituye el propio relato de dichos involucrados o testigos. Y por muchos esfuerzos que hagan los autores o los realizadores por ser fieles al relato primario, la obra resultante siempre es una ficción de segundo orden. Supongamos, por ejemplo, que el hecho real en que se basa la historia implica que una de las víctimas de un accidente de tránsito perdió una mano. Se podría argüir que este hecho es incontestablemente real, que la persona efectivamente es manca, y que nada puede cambiar eso ya. Eso es innegable. Pero eso es un hecho literal, físico, que uno representa por medio del lenguaje. Cualquier intento de comunicar a otro qué se siente, en todo nivel, perder una mano, constituye un relato, y por lo tanto una forma de ficción. Sólo el que es manco lo sabe, lo experimenta en sus carnes. Y aun así puede que difieran los relatos de un manco a otro. Cada experiencia es única e intransferible. ¿Pero cómo entonces poder dar cuenta de un hecho real si este autor sostiene majaderamente que siempre hacemos ficción? Ahí entramos en el asunto de los niveles de realidad. En esto sigo las lúcidas opiniones de Patrick Harpur en su libro Realidad daimónica. [Nota 8: Harpur, Patrick. Realidad daimónica. Traducción de Isabel Martí. 1ª ed. Girona: Ediciones Atalanta, 2007.] No es lo mismo la realidad literal que la realidad del relato vital, por ejemplo. Al construir nuestro relato, nuestra ficción, estamos construyendo un nuevo nivel de realidad, de modo que ya no podemos asociar lo real a lo verdadero y lo ficticio a lo falso. Dichas categorías lógicas pierden asidero bajo esta óptica. El relato del hecho literal pasa a tener su propio nivel de realidad, y es en ese nivel en donde habitan también otras ficciones. Si volvemos al caso de El Quijote, por ejemplo, tenemos que, pese a que se ha debatido si Don Alonso se basó en algún personaje «histórico» o no, lo cierto es que Don Quijote de la Mancha es, para nuestra cultura, tan vivo e importante como otros personajes que pensamos reales e históricos. [Nota 9: Sobre el tema de si la historia se puede llamar realidad o ficción, hay que ir al monumental y polémico trabajo del matemático ruso Anatoly Fomenko, quien en 7 gruesos volúmenes, [Nota a la nota: Fomenko, Anatoly. History: Fiction or Science? Traducción de Mikhail Yagupov. 2ª ed, revisada. Olympia: Delamere Resources LLC, 2003-2006.] expone, desarrolla y demuestra que la historia es un constructo deliberado y no una verdad inamovible, y que es mucho más cercana a lo que llamamos ficción que a lo que entendemos por realidad. Pero eso constituye tema para análisis aparte.] Para el caso que nos atañe en este ensayo, baste con decir que ciertos personajes de ficción y ciertos personajes históricos pueden pasar a tener la misma relevancia en la mente de los pueblos, en lo que constituye su cultura. Por lo tanto, sería razonable pensar que, haya sido Don Quijote un producto al cien por ciento de la imaginación de Cervantes o no, su relevancia para la cultura occidental es indiscutible y real. Don Quijote es un personaje vivo y existente, tanto, o tal vez más, que muchos personajes que la convención considera históricos. Por otro lado, las aventuras y desventuras de cualquier hijo de vecino del siglo pasado, por muy concretas, materiales y dramáticas que hayan sido, tal vez ya no pervivan en la memoria de nadie. 

En síntesis, sostengo que la división tan querida y útil entre realidad y ficción en sí misma es ilusoria, ya que, de existir algo que pudiésemos llamar real, solo puede ser descrito mediante un relato, el cual siempre habita de otro modo el mundo; es decir, lo hace en otro nivel de realidad, en otro registro. Bajo la óptica de Harpur, la realidad literal es sólo un nivel de realidad, y lo que yo llamo ficción es otro nivel de realidad, uno más abstracto si se quiere, pero igualmente presente y relevante, y cuyos efectos podemos palpar en nuestro mundo literal y concreto. Ahora bien, esto nos lleva a una consideración algo inquietante: si a cada momento estamos haciendo ficción, cuando un autor se propone la creación de una obra ficticia y la lleva a término ¿se hace ésta un miembro vivo y activo de la realidad? ¿Participa de lo que percibimos como concreto y literal? ¿Lo afecta? Mi opinión es que sí.

Cada obra literaria y dramática que existe forma parte de aquello que pudiéramos denominar lo real, ya que toda obra remite en última instancia a alguna cosa (res), pudiendo ser dicha cosa la mente misma del autor. Nadie parece dudar de la realidad de la mente, o para el caso de la realidad de la conciencia, pero nadie puede negar tampoco que mente y conciencia son conceptos complicados de definir y en última instancia abstractos e inasibles. [Nota 10: Al respecto la controversia acerca de la naturaleza de la conciencia sigue abierta en el mundo científico.] Asimismo las obras de ficción, pese a ser abstractas y existir en el espacio abstracto de la mente de sus creadores y la de sus lectores o espectadores, son de una realidad evidente, y pueden afectar y afectan el mundo literal y concreto. Además de los efectos físicos, me parecen mucho más relevantes los efectos psíquicos (entendiendo psyché como mente, tanto individual como colectiva, y no tanto, para este caso, su acepción original de «soplo, aire frío» y por extensión anima o «alma») de las obras de ficción. Un libro, por ejemplo, tiene la capacidad de posesionarse de una mente casi como una infección, y de contagiarse a otras mentes a través de la lectura y la referencia. [Nota 11: Marginalmente, quisiera señalar que pienso que cualquier texto, cualquier codificación, aunque se encuentre en «reposo», es decir, sin ser leído o sin interacción con un ente, afecta por su sola presencia, por su sola existencia, el tejido de la realidad. La influencia del código se esparce y se disemina por la realidad como una gota de tinta se esparce y se diluye al caer en un vaso con agua. Esto será tratado como parte de un futuro ensayo concerniente al código, el texto, y su relación con la realidad.] Así, dicho libro puede afectar y alterar el espacio psíquico de un colectivo humano de modo profundo y masivo, siendo un elemento de penetración social poderosísimo. Incluso más poderoso puede llegar a ser el cine. Con independencia de los gustos y preferencias personales, nadie puede negar la profunda penetración del cine en la sociedad y la mente colectiva humana, tanto así que muchas películas o referencias fílmicas forman parte fundamental de la visión de mundo de millones de seres humanos. Es por esta misma razón que la ficción no debe ser nunca desdeñada como algo irrelevante o «falso». La relevancia de la ficción en lo que nos constituye como seres humanos es muy alta. De hecho es muy probable (y en esto sigo a Harpur también) que los relatos míticos de nuestros ancestros fueran vistos como de una realidad tangible y absoluta por quienes los escuchaban, aunque a nosotros nos parezcan ficción. Y es que son ficción, y son realidad, como nuestras modernas epopeyas literarias o fílmicas son ficción, pero también son de una realidad aplastante. El conocimiento humano –el alma humana– no se circunscribe a lo científico, a lo «verificable»: está constituido por una masa ingente de ficciones y realidades, verdades a medias y mentiras, relatos, afectos y, por sobre todo, de hechos «históricos» que jamás ocurrieron en la realidad literal.

Ahora que ya se ha expuesto esta particular visión de la ficción [Nota 12: Como el lector atento y crítico podrá notar, eludí mencionar en esta sección del ensayo, el género de la no-ficción, dentro del que se enmarcan diversas creaciones literarias y fílmicas, tales como el documental, la biografía (!), la novela de no-ficción (!!), y el ensayo, entre otros. Aclaro en esta nota que la distinción entre ficción y no-ficción se me hace un tanto absurda, como podrá deducirse de mis ideas respecto a la ficción, por lo tanto considero a ambos géneros como uno y el mismo, y a tal distinción como inexistente. Por lo tanto este ensayo lo considero una obra de ficción que participa de la realidad con su relato, con todas las implicaciones que ello acarrea.] y su relación con la realidad, expondré al lector lo que entiendo como invención y cómo lo relaciono con esta idea de ficción. Coloquialmente se habla de que las historias de ficción se inventan, y la palabra inventar se usa ahí en su etimología más aceptada: como proveniente de inventus, con el prefijo in- (hacia dentro) y ventus, el participio del verbo venire; es decir, invento se entiende como algo que viene de adentro, de uno mismo. [Nota 13: Fuentes: http://etimologias.dechile.net/?invento] Por ende, inventar se entiende universalmente, y con toda razón, como el acto de crear algo desde uno mismo, desde la propia imaginación, es decir, algo original, único, venido del que inventa. Si yo digo que «inventé» una canción, un cuento o una novela, aunque suene ingenuo, la mayoría entenderá que estoy afirmando haberlo hecho desde mí mismo y por mí mismo, sin la participación de otros. Por supuesto, si analizamos el fenómeno de la comunicación y la influencia, descubriremos que en realidad poco o nada se inventa en términos estrictos, ya que no podemos sustraernos a la influencia del medio. Pero supongamos por un momento que, en condiciones ideales, logré «inventar» algo completamente desde mí mismo, es decir, de la nada (?). Eso encajaría con la visión corriente de inventar, y no habría nada más que hablar. Pero no es esa la visión de invención que quiero proponer. Hace unos años, cuando me embarqué en lecturas alquímicas (quiero decir, en la lectura y estudio de los llamados «textos clásicos» de la Antigua Ciencia) me encontré con la siguiente máxima: Visita Interiora Terrae Rectificando Invenies Occultum Lapidem («Visita el interior de la Tierra y rectificando encontrarás la piedra oculta») también conocida por la sigla V.I.T.R.I.O.L. También está esta otra máxima alquímica (en este caso del Mutus Liber, el «Libro mudo»): Ora, Lege, Lege, Lege, Relege, Labora et Invenies («Ora, lee, lee, lee, relee, trabaja y encontrarás»). En ambos casos, el verbo invenio (encontrar) [Nota 14: Muy notable me parece al respecto, que en español aún conservemos una palabra derivada directamente de este verbo latino y que es sinónima de encontrar: el verbo invenir, que según la RAE significa «hallar o descubrir».] es el que señala la finalización de la Gran Obra; es decir, la obtención de la Piedra Filosofal. Me pareció en ese entonces muy significativo –y todavía me lo parece– que la Piedra no es algo que se fabrique o se «cree», sino que algo que se halla, que se encuentra. El artifex con su trabajo y su meditación, «encuentra» la Piedra. En ese entonces no conocía la etimología más arriba señalada de la palabra invención, por lo que sin mayor investigación concluí que debía derivar del latín invenio. Huelga decir que me pareció bellísimo que la palabra inventar derivara de la palabra latina para encontrar. O sea, el que inventa, no crea de la nada, sino que encuentra. Me quedé con esa definición hasta que tiempo más tarde decidí investigarlo y me di cuenta que tal relación no existía y que la etimología era otra, la más arriba mencionada. Durante un tiempo lo lamenté, pero luego decidí que no aceptaría esa realidad. Decidí hacer ficción. Decidí que para mí la invención no sería meramente hacer aparecer algo desde la imaginación y ya (¿creatio ex nihilo?), sino que inventar implicaría necesariamente encontrar, descubrir, hallar. Y encontrar no en cualquier parte, sino dentro de, o en, sí mismo. Y justamente ahí es donde propongo que se hermanan ambas etimologías. Esa es la noción que es el núcleo de este ensayo. El que inventa no crea; encuentra. Inventar es hallar. Por lo tanto la ficción, ya que es inventada, no viene de la nada, sino que la ficción es encontrada por el que la inventa. Encontrada en sí mismo. O sea que la ficción ni es falsa ni irreal, ni viene de la nada; sino que es perfectamente real (relativa a las cosas, relativa a algo), y por lo tanto es hallada por su artífice. El escritor no simplemente inventa desde una nada interior que puede equipararse a la Nada primordial; el escritor cuando inventa una ficción la encuentra dentro de sí mismo, y ese sí mismo participa de todo lo real, no solo de lo literal. 

Por lo tanto, mi propuesta es que la invención de la ficción es un acto fundamental de la experiencia humana, un hecho profundo, misterioso y pleno de sentido, y no algo meramente subsidiario fruto de las interacciones con el mundo literal y concreto; no es un subproducto de la crianza, de la cultura o la situación social mezcladas con algo de ingenio e inventiva, como a veces se cree, sino, en primer lugar, un hallazgo que le hemos arrebatado a lo innombrable. Nuestro mundo, nuestra experiencia, nuestra existencia está construida en base a la ficción, y la seguimos construyendo todos los días. La experiencia misma, la conciencia, la interacción con el mundo, el aprendizaje, el obrar en la materia y transformar el medio y la realidad usando lo aprendido; todo aquello forma parte del gran acto del que todos participamos de inventar nuestra ficción. Cada uno de nosotros es un creador que hace su propia ficción a cada momento. Cada uno de nosotros es un escritor, que encuentra su novela en los laberintos de su imaginación y en las catacumbas de su alma. Cada uno de nosotros es un cineasta que capta, que encuentra, que inventa por lo tanto, una mirada para que otros puedan compartirla a través de la pantalla. La realidad no está allá afuera y la ficción en nuestras cabezas; realidad y ficción, persona y personaje, idea y obra, forman todos un continuo indisoluble, y quien asegure que los productos de su imaginación son sólo suyos, o miente, o no ha comprendido que la imaginación y el sí mismo son una y la misma cosa con esa realidad que él cree externa; son inalienables de la realidad que cree que sus dedos tocan. Aquellos personajes, aquellas ficciones, son reales y tienen existencia. Su existencia puede llegar a ser tan real y dramática como un piedrazo en la cabeza. Nos encontramos con ellos, con esos entes, como los alquimistas se pueden llegar a encontrar con la Piedra. Cervantes no inventó al Quijote, lo encontró; tal como Joyce encontró a Leopold Bloom y como Newton y Leibniz encontraron ambos, por separado, el cálculo. Sin duda estas ideas están lejos de la visión cotidiana que tenemos de los conceptos con los que tratan, pero mi afán no es el del filósofo contemporáneo que busca llegar a la verdad a través de la lógica y del lenguaje, sino el del alquimista (el Filósofo, el Amante de Sophia) que busca encontrar, no la verdad, sino aquello que todos le dicen que no existe pero que él sabe que lo está esperando, ni allá afuera ni acá adentro, sino en ese no-lugar del que emergen todas las ficciones, llámense novelas, delirios, sueños, ensayos, pesadillas o iluminaciones. Encontrar la Piedra, el fulcro, que emerge y se sumerge desde y hacia ese Misterio Mayor, último e insondable, que es el Sí Mismo.

Acerca de la poesía de Violeta Parra (2017) - Texto de introducción a concierto

Si alguien nos preguntara en la calle, a pito de nada, quién fue Violeta Parra, tal vez una de las primeras respuestas que la intuición nos pondría en la mente sería la de cantante. Unos segundos más de reflexión tal vez nos harían definirla como cantautora, es decir alguien que no solo canta, sino que además inventa las canciones que canta. Pero ese término cantautora me parece un tanto mezquino. Es como si hubiera sido inventado –y no digo que necesariamente así sea– para evitar usar otros dos términos, términos que no suelen aplicarse a artistas llamados «populares» y que, si son usados, tampoco suelen ir en la misma sentencia: poeta y compositora. Hoy en día pensamos en la poesía como algo que reposa ahí en los libros, adentro de ellos, pero pocas veces como en algo vivo que habita dentro de nosotros. Lo mismo pasa con la música. La música –si es que está en alguna parte– está en el MP3, en el disco, inclusive en el concierto, pero no en nosotros mismos. Creo que en esta visión separatista del los géneros artísticos –una de las herencias menos felices del pensamiento analítico de la ilustración y del materialismo decimonónico–, nos impide mirar con profundidad y lucidez el por qué ciertas formas de arte –a veces llamadas «gran arte» o «arte mayor»– nos conmueven tan profundamente como lo hacen, y pueden llegar a remecer los cimientos mismos de lo que llamamos nuestra existencia. El pensamiento analítico nos ha dado casi todas las comodidades modernas, pero poco o nada de comprensión sobre nuestra vida interior, sobre el espíritu humano. Es en ese vacío en donde los grandes artistas han llevado siempre la delantera. Una de esas grandes artistas, señeras y visionarias, que con su arte miran a lo profundo y a su vez nos hacen mirarnos en lo profundo de nosotros mismos, es Violeta Parra. 

Violeta Parra nos exige –para poder apreciarla– vivirla, no solo analizarla. Es por eso que esta charla quiere ser breve, ya que lo importante es el concierto, la experiencia misma, pero valga este espacio para poder introducir una idea que, no por poco explorada es menos evidente una vez que se la descubre: a Violeta Parra como una gran poeta épica de nuestros tiempos y a su obra como alta poesía. Sí, épica, porque su poesía vive en el habla y el canto, no el papel (la misma definición de épica se refiera expresamente a la poesía cantada, nunca escrita), y porque canta los hechos de su gente, de su pueblo, los hechos de su vida y de su corazón y a través de sí misma canta por todos nosotros. «El canto de ustedes que es el mismo canto / y el canto de todos que es mi propio canto». Lo dijo ella misma, y lo volveremos a escuchar más a delante.

Sus canciones son poemas de altísimo nivel, y ya sean cantados, recitados, o simplemente leídos en voz baja, nos traspasan una música única y fundamental, que va más allá de cualquier instrumento; nos comunican una poesía que no se dice con letras ni con lenguaje. Ella nos demuestra de forma palpable que poesía y música son inseparables –pese a los esfuerzos de los amantes de la especialización–, y que todo músico tiene en sí el germen del poema, y que todo poeta, aunque cree que solo escribe, siempre está haciendo música. Ya volveremos sobre este asunto hacia el final.

Volviendo a Violeta, su imagen cantando acompañada de su guitarra u otro instrumento de cuerda es una que todos podemos formar fácilmente en nuestra imaginación. Mucho menos común es la imagen de Violeta sentada en la máquina de escribir, pero existe. De hecho ella misma escribió que: «las frases que me han resultado largas, es porque me entusiasmo con las teclas de la máquina». Pero volviendo a la imagen inicial, esa poderosa imagen de un ser humano cantando acompañado de un cordófono es una de las más antiguas de la humanidad. Es probable que desde que empezamos a cantar nos hemos acompañado de algún instrumento, por primitivo que fuese. Así, si nos remontamos hacia el pasado gracias a la imaginación, podremos ver a los antiguos poetas épicos clásicos acompañados de una lira, un arpa, u otro instrumento, inclusive de percusión, cantando las aventuras y desventuras de héroes, dioses, reyes, mercaderes y gentes. Ellos cantaban la historia de su pueblo, daban lección a través de ello a sus contemporáneos, y perfilaban o incluso preveían el futuro de las naciones. Eso, que a primera vista puede parecer lejano y arcaico, sigue ocurriendo hasta nuestros días. Es una tradición que no se ha interrumpido. Homero, Virgilio, Dante, Milton, Blake; todos ellos comparten panteón con contemporáneos nuestros como Pound, Neruda, Bob Dylan, Violeta Parra. Ellos son nuestros virgilios, nuestros guías a la vanguardia del viaje de la vida, señalándonos el camino, siendo nuestros maestros y nuestros espejos. 

De los nombres que he dado Violeta resalta por ser la única mujer. Esta cruel omisión es sin duda un tema de estudio profundo y necesario, pero en este espacio no podemos más que enunciarlo. Al parecer de las grandes mujeres que sin duda cantaron la épica de sus pueblos, pocas llegaron hasta nuestros días a través del perverso tamiz de la historia. Algunas, como Hypatia de Alejandría o Hildegarda de Bingen lograron hacernos llegar sus voces desde los siglos. Pero tenemos a dos mucho más cerca, y de capital importancia: Gabriela Mistral y Violeta Parra. Violeta llamaba a Gabriela respetuosamente «la madre» y afectuosamente «la mairina». Para despedirla escribió «Hoy se llora en Chile / por una causa penosa, / Dios ha llamado a la diosa / a su mansión tan sublime. / De sur a norte se gime / se encienden todas las velas / para alumbrarle a Gabriela / la sombra que hoy es su mundo, / con sentimiento profundo / yo le rezo en mi vihuela.» Los vínculos poéticos, tanto en forma y fondo, entre esta «madre» y su «hija» son de gran profundidad e interés, y sin duda tema para un estudio detallado que es imposible hacer aquí. 

Así como Gabriela Mistral es fundamental a la hora de comprender la poesía de Violeta Parra, también lo es conocer, aunque sea someramente, su labor de recopiladora e investigadora de la tradición musical y poética de Chile y de América Latina. En esto ella se hermana además con Béla Bartók (de quien escucharemos una pieza hoy) y su amigo Zoltan Kodaly, quienes también, como Violeta hiciera en Chile, recorrieron los campos y los valles de su Hungría natal con una grabadora de cilindros de cera, en busca de las raíces del canto, el canto que es música y poema, ese canto profundo y transversal que emerge puro y cristalino desde el espíritu humano, sobre todo entre las gentes más sencillas, que están más cercanas a la tierra, al origen. Violeta lo encontró, lo estudió y lo asimiló, así como también lo hizo con la tradición poética, y con toda forma artística que estuvo a su alcance. Luego, con todo este conocimiento a su disposición, fue capaz de dar a luz una obra propia, original; fue capaz de cantar con su propia voz para dársela a los que no la tenían. Hizo pasar por su garganta el clamor de los oprimidos, de las víctimas de injusticias, de los desposeídos y los humildes; así como también fue sarcástica, irónica y juguetona a la hora de denunciar el elitismo social, intelectual y político: «Miren cómo sonríen los presidentes / cuando le hacen promesas al inocente. / Miren cómo le ofrecen al sindicato / este mundo y el otro, los candidatos. / Miren cómo redoblan los juramentos, / pero después del voto, doble tormento.»

Quisiera referirme por último a algunos aspectos un tanto más técnicos acerca de la poesía de Violeta, su manejo magistral de las formas poéticas, y la estrecha relación que con ella se hace evidente entre poesía y música. Nosotros los músicos académicos muchas veces nos equivocamos al pensar que nuestra tradición está separada de las demás artes. Como la música se suele concebir como la más abstracta de las artes, es fácil pensar que su tradición corre por una vía única, y que los vínculos con otras artes no son más que anecdóticos. Pero nada más lejos de la verdad. Al no estar separadas en sus orígenes, música y poesía crecieron y se desarrollaron juntas, y se influyeron y se influyen mutuamente. Por ejemplo, el habla es fundamentalmente rítmica, y al recitar o cantar, el ritmo musical está determinado por el texto. En poesía, se habla de métrica al medir los versos por su longitud silábica y esto, junto con la rima –un concepto muy musical ya que tiene que ver con las relaciones acústicas entre las vocales y que fue desarrollado en sus orígenes, se cree, como recurso mnemotécnico–, genera las muchas estructuras que dan origen a las formas poéticas. En música también se habla de métrica, es decir, de la organización de los sonidos en el tiempo a través de una distribución matemática y una correspondiente notación. Lo cierto es que las métricas poéticas son las que dieron origen, por uso, asimilación y extensión, a las métricas musicales. Del habla se pasó al canto, y del canto a la música pura. 

En el caso de Violeta, canciones, poemas, como «Mazúrquica modérnica» y «El gavilán» son extremadamente rítmicas y musicales, e incluso si se las recita en lugar de cantarlas, la música emerge sola del texto. Esto es en extremo evidente al mirar el texto impreso de «El gavilán», obra en la cual el uso del texto es tan rítmico y musical que el texto parece casi una partitura. Es prácticamente imposible leer de forma neutra «El gavilán»; leerlo ya es un acto música en sí mismo (leer fragmento). En el caso de la «Mazúrquica», Violeta hace uso de un recurso literario –metaplasmo– llamado paragoge metatónica, es decir, añade fonemas al final de las palabras, para transformarlas a todas en palabras esdrújulas. Esta especie de jerigonza infantil, es un recurso lúdico que ella usa para hacer una contestación sarcástica y violenta a una pregunta fútil. 

Lo dicho puede que sirva de punta de lanza para comenzar a ingresar en el misterio de Violeta Parra, para empezar a comprender el por qué su canto nos hechiza, nos remece, nos conmueve en nuestros fueros más profundos. Además ella cultivó tantas artes y oficios, y de forma tan libre y vital, que fue capaz de ser un aporte en cada disciplina que practicó. En ese sentido, fue todo lo contrario a una especialista –cosa tan valorada en nuestros días–; fue una artista completa, que cultivó todas las artes que le fascinaron. Gracias a este espíritu juguetón, profundo y expansivo es que, según creo, su obra mayor, su poesía, su canto, llegó a tales alturas y cala tan hondo en todas las gentes del mundo. Pero aún así creo que el misterio persiste. 

Pero bueno, ahora nos toca disfrutar su obra, de modo que dejemos atrás el análisis. Un verdadero análisis de su obra es tema de seminarios y gruesos volúmenes, no de una pequeña conferencia introductoria a un concierto. Hagámosle justicia a Violeta como se merece, en la materia misma del canto. Vamos a vivir a Violeta Parra, vamos a experimentarla. A Violeta se la ha intentado definir muchas veces, incluso yo he cometido el pecado de intentarlo en esta pequeña charla, pero en realidad no se puede. La única forma de definirla, de hablar de ella, es poéticamente.

Presentación de libro "Ícaros" de Mauricio Álvarez (2019)

Al parecer, y según indican las señas de los tiempos, la poesía ya no es peligrosa. Comenzó a dejar de serlo cuando la realidad se desconectó de la belleza, cuando de la potencia de la palabra se pasó a la crudeza de la imagen visual, o al facilismo del panfleto. La realidad pasó a ser sinónimo de lo utilitario, de lo material, de lo usual y cotidiano, y se perdió su dimensión más profunda, y a la vez más sutil: aquella que no se comunica con eslóganes fáciles, con prosas unívocas y por ello mismo estériles, ni con campañas de lavado o ensuciamiento de imagen. Me refiero a la realidad del alma, tanto de las personas como de los pueblos. Porque sí, creo en la existencia de aquella entidad sutil, que es la que (como revela su ancestro etimológico latino, anima) anima el ser de cada uno de nosotros, así como el de las naciones, y en última instancia el del mundo al que pertenecemos.

Como decía, la poesía dejó de ser peligrosa. Y eso dice mucho de su relación, como arte, con la realidad. En días en que la susodicha realidad se pone en juego en los noticiarios, en Twitter o Facebook, en que el lenguaje se ha degradado hasta el oprobio y la desintegración máxima, parece que la poesía tiene un lugar cada vez más relegado, postergado; una mera curiosidad al margen de la sociedad, al margen por lo tanto de la realidad. Lo dicho u omitido en redes sociales puede elevar o sepultar a cualquiera, se está a merced, constantemente, de los jueces instantáneos del escándalo. Pero rara vez lo dicho en libros de poesía, o en lecturas públicas como esta, llega a generar una tendencia social, o a alterar la realidad profundamente. Pero lo social, afortunadamente no es todo lo real, ni lo real es, tampoco, todo lo que existe. La poesía ha dado cuenta a través de su historia de un abanico inmenso de realidades, desde el pueril poema de amor hasta las grandes épicas; desde la más abstracta entelequia hasta las voces del habla popular. Al parecer, la poesía siempre ha tenido una vocación amplia, totalizadora, portadora de realidad en todos los niveles que es capaz de asir. Y es haciéndose eco de esta riquísima tradición —sobre todo de la poesía chilena del siglo XX, y a través de ella de la tradición universal —que Mauricio ha elaborado este poema extenso que es Ícaros.

Ícaros se pone sobre los hombros múltiples mochilas de realidad. Ya desde su título el poema se hace cargo de un hecho concreto, salvaje, brutal de nuestra historia, que prefiero no enunciar aquí para que ustedes mismos lo descubran al escuchar el poema. Pero a partir de este hecho doloroso y trágico, Mauricio hace lo que hacen los poetas: hacer suyo el dolor y el drama para transfigurarlo, para elevarnos por las alturas con su canto para luego soltarnos; hacernos caer con él, con ellos; convertirnos a nosotros mismos en Ícaros desorientados, perdidos, aterrados; para llevarnos en un viaje sin retorno por su mirada del mundo actual y de nuestra dura historia, pero también un viaje por el alma profunda, por esa alma extrañamente doliente y melancólica que tenemos los chilenos, que es al mismo tiempo profundamente noble y determinada, dando cuenta de esa capacidad que tenemos de rehacernos desde nuestros propios escombros, que es tal vez una de las características que nos ha forjado nuestro paisaje, nuestro territorio, tan dado a las catástrofes de la tierra.

Y es que da la impresión que todo poeta que se hunde en sus propias raíces termina encontrándose con raíces comunes a otros, comunes a todo el género humano; de ahí que poetas tan auténticos de nuestras tierras como por ejemplo Violeta Parra o Pablo de Rokha, terminen siendo poetas universales que le hablan con la misma profundidad a personas de orígenes y culturas diversas. Asimismo, poetas de otras latitudes y tiempos nos pueden hablar con actualidad que muchas veces sorprende. Cualquier ser humano que cultive el arte poético, tiene al menos la oportunidad de lograr que su voz resuene a través de los lugares y las épocas, sobre todo cuando ha hecho el viaje hacia su propia hondura para transfigurar su historia, sus dolores y esperanzas, a través del canto, de la poesía, y hacer que esa experiencia personal sea también la experiencia de todos.

Ícaros resonó mucho en mí cuando leí el primer borrador que me confió Mauricio, y lo hizo en lugares que sin duda no serán los mismos para todos. Las opiniones sobre muchos hechos concretos pueden ser divergentes muchas veces, somos seres muy particulares después de todo, pero la poesía tiene el poder de que une, no separa. De ahí que lo que más me tocó, lo que más me conmovió, fue el hecho de que el poema en general cante de forma tan bella, siendo que nos presenta una realidad terrible. El lenguaje es a ratos crudo, es cierto; a ratos también elevado y profundo en sus imágenes y en su cadencia, pero no queda duda de que el autor se ha puesto por entero al servicio de su poema, y la Musa, la poesía misma, le ha concedido la fuerza y la inspiración para llevar a término su canto, y poder encender en otros la llama que porta su espíritu, sin dejar de ser fiel a lo que él piensa y sin dejar de dolerle lo que duele.

Además, Mauricio se arriesga y escribe un poema extenso en tiempos en que el intervalo de atención es cada vez más corto, y en los que se fomentan las formas breves como micropoemas, microcuentos, o tuits de 280 caracteres. Mauricio está respondiendo, en su poema, a una sociedad adormilada, y la está desafiando a despertar a un encuentro consigo misma, a un remecerse y a un preguntarse, tanto por su pasado y su presente, como por su porvenir. Porque todo gran poema nos toma por asalto, nos remece, y nos hace preguntarnos por lo trascendente. O por lo menos, nos da esa oportunidad, aunque no siempre la tomemos.

La poesía es mucho más que literatura: es la posibilidad que tenemos como humanos de transformar, de transfigurar la realidad a través de la palabra y del canto. La poesía y su hermana la música, son, en mi opinión, las expresiones más poderosas que hemos cultivado como humanidad. Y lo que creo que es uno de los poderes más sorprendentes de la poesía es el siguiente: que un poema que nace de lo real y lo concreto pueda tomar su propio vuelo, y atravesar las eras sin perder su fuerza y su verdad, aunque su contexto se haya extinguido ya en los anales de la historia. Así es como ya nadie, salvo uno que otro historiador, se acuerda de los notables e infames florentinos que Dante atormenta en su Inferno, salvo por el hecho de que los nombra en su Divina Comedia. El devenir de los siglos se tragó su importancia, dejó al poema sin contexto, desnudo en su genialidad: pero este hecho no lo debilita para nosotros, lectores modernos; todo lo contrario, lo ensalza aún más por el hecho de haber resistido la prueba del tiempo y por cantarle a lo que es común a todos los seres humanos sin mediar distancias físicas o temporales, y nos maravilla aun hoy sin importar ya su contexto social, sin que sepamos ya quiénes eran esos personajes que de seguro a Dante le quitaban el sueño. Asimismo, espero, algún día personajes como un Churchill o un Mussolini serán notas al margen en la historia, y serán recordados solo porque aparecen en los inmortales Cantares de Ezra Pound, el gran poema épico del siglo pasado.

Por último, me permito aventurar que cuando el contexto histórico, la contingencia de Ícaros, sea pasto de académicos y poco o nada quede ya en la memoria común de los nombres (muchos de ellos infames) que pueblan sus versos, quede para los lectores del futuro el poema mismo en su valor, en su belleza, en su fuerza, en lo que tiene de universal; la forma en que canta a un dolor común que no tiene colores políticos ni épocas determinadas porque se ha sufrido siempre, pero que nos da la esperanza y la oportunidad de una reconstrucción desde los escombros. Pero no se trata esta vez de una reconstrucción material, sino de una reconstrucción del alma, el alma rota de una nación, del alma rota de un ser humano que aún no ha sido vencido del todo por el tiempo, y que todavía puede, de la mano de la poesía, aventurarse a redescubrir lo inmenso de sí mismo. Los invito ahora a emprender el vuelo de Ícaro, desafiando al sol.

Alevi Peña - 07/02/2019

sábado, 28 de junio de 2025

Presentación de "Geografía del Agua" de Cecilia Palma (2025)

 

El agua es ágil y no lleva

memoria consigo.”

                GABRIELA MISTRAL

 

Hay ideas que, repetidas con elegancia, acaban convirtiéndose en dogma. Una de ellas —expresada en su estilo brillante y apodíctico por Mircea Cărtărescu— sostiene que la poesía —el verso— es un arte de juventud: un estallido precoz, una suerte de fiebre verbal que solo puede darse, en su máxima expresión, en el voluptuoso fuego del primer arco de la vida. A la madurez, dice, le correspondería la novela: el verso transmutado en versículo, la cadencia de la frase larga, el párrafo poblado; la prosa. El verso, en cambio, sería una suerte de epifanía que se quema pronto, como si el poeta que escribe hasta la madurez estuviera produciendo algo caduco; como si la sensibilidad poética tuviera fecha de vencimiento.

Tal vez asaltado por la sombra ominosa de los poetas malditos del pasado, el mismo Cărtărescu, en su crisis de la mediana edad, dio el salto a la poesía en prosa y luego propiamente a la narrativa, lo que le trajo gran éxito y el estatus de estrella internacional. Es posible, de hecho, que si Cărtărescu no hubiese dado el salto a la prosa, no hubiera salido del ámbito cerrado de las letras rumanas, como sí lo ha hecho de la mano de sus brillantes novelas.

El decir que la poesía es cosa de jóvenes se trata, desde luego, un prejuicio seductor. Pero, pese a toda la merecida admiración que provoca dicho autor, la sentencia no deja de sentirse injusta.

Frente a esa noción, Geografía del Agua, de la poeta chilena Cecilia Palma, se alza como una contraejemplaridad viva y resonante. No por el solo hecho de haber sido escrita en la madurez poética de su autora, sino porque la obra misma es una exploración lúcida del poder de la palabra cuando ya no responde al desborde del ímpetu expresivo, sino a la serenidad de la contemplación desde la experticia técnica.

En estos poemas no hay improvisación: hay escandido. No hay ebriedad: hay escanciado. Y quisiera detenerme en esta doble imagen: escandir el verso, que es el arte de la justa medida; y escanciar el vino, que es el arte de servir un mosto añejo, que ha conocido la circularidad de las estaciones. Ambas acciones requieren oído, ritmo, espera. Ambas implican una relación con el tiempo que no se somete al vértigo, sino a la contención.

El tiempo, de hecho, es uno de los ejes secretos del libro: el tiempo como erosión, como memoria, como herida. Pero también como maduración, como sedimentación simbólica. Lo que aquí se vierte —y digo verter como se vierte un elíxir que ha alcanzado su perfección— no es ya el grito del primer asombro, sino la palabra que ha sido trabajada, revisitada, aquilatada por una voz que sabe lo que dice porque lo ha vivido.

El libro se abre al lector con la brillante primera estrofa del poema I como exordio:

«Breves pasos y me entrego a su boca / a su aliento de bruja seductora / a ese viento que rasga muros / pérfido invasor del territorio».

La elección del sustantivo “territorio” en el verso final no es menor: no se trata simplemente del cuerpo, del yo o de la intimidad, sino de un espacio amplio, abstracto, que remite tanto a lo personal como a lo político. El cuerpo aquí es un campo disputado, una geografía vulnerable, abierta al asedio. La abstracción del término permite que el poema no se cierre en la literalidad del cuerpo físico, sino que se expanda hacia otras dimensiones de lectura: el territorio como identidad, como historia, como espacio simbólico.

Y más adelante, en el poema IV:

«La lluvia presiente mi sueño / indaga a mis demonios y los / somete / hay un pecho abierto en / cada esquina / soy libre de volverme la piel».

En estos versos se manifiesta con claridad una de las claves de este libro: el modo en que la madurez poética permite una síntesis entre lo onírico, lo emocional y lo corporal. Lejos del impulso juvenil que confía en la espontaneidad, hay aquí una conciencia que somete los demonios al ritmo del lenguaje. La lluvia, figura recurrente en la primera sección del libro, se vuelve sujeto activo de introspección, y la libertad ya no es fuga, sino capacidad de devenir cuerpo —de reconciliarse con la piel. Esta es una poética que no teme nombrar lo interior, pero lo hace desde la forma, con contención y solidez.

Más aún, hay momentos en que la contención se transforma en pura resonancia simbólica, como ocurre en el poema VI:

«El viento codicioso guarda en su / memoria / años de amores grises».

Aquí, la evocación del viento no es solo atmosférica, sino una forma de memoria activa: el viento como archivo, como repositorio vivo del deseo, como testigo persistente de lo afectivo que se desgasta, y que recuerda, por contraposición, a los versos de Mistral en su Elogio del Agua: “El agua es ágil y no lleva / memoria consigo”. Aquí el viento sí lleva memoria consigo, y se carga de tiempo con sobria precisión.

Y si hay un lugar donde esa sobriedad se vuelve hallazgo poético, es en el poema VII:

«Húmeda la tarde / disimula una lengua fresca / abraza racimos de notas y / balbucea por las rendijas / otra historia de arcas».

Aquí, la lengua es simultáneamente órgano y habla; carne y símbolo. En esa doble dimensión —sensorial y semántica— se cifra una poética que no busca imponer sentido, sino tantearlo desde el cuerpo. El poema despliega un registro en que el lenguaje es música, es rumor, es historia balbuceante. El balbuceo —en lugar de ser un signo de insuficiencia— se vuelve aquí vehículo de una verdad encarnada, difícil de fijar, pero presente como humedad. Palma alcanza así uno de los gestos más altos del libro: el reconocimiento de que la lengua no es solo herramienta, sino materia viva, capaz de abrazar lo que no puede decirse con nitidez.

Otra muestra del refinamiento técnico y simbólico de Palma se encuentra en el poema XVI:

«Incansable golpea la hostilidad del cristal / dueña y señora se escabulle por / las ranuras de venosos túneles / escapa a la luz cazadora y / amordaza cualquier intento de / motín. La noche apremia sin cobijo / echa la suerte sobre la mesa / apuesta la sonrisa de todos en / la partida / quién sabe cuántos esquivarán a la / muerte este día».

En la primera estrofa, la imagen del agua como fuerza hostil, que golpea y se infiltra, se transforma en símbolo corrosivo de lo que resiste y escapa al control: una entidad femenina, dueña y señora, que circula por lo subterráneo e impide la sublevación. Es una imagen compleja de poder velado, de una agencia líquida que no se enfrenta, sino que permea bajo la superficie de los acontecimientos. En la segunda estrofa, el tiempo nocturno se convierte en escena de apuesta y azar, pero una en que se juega la vida.  

Así, los poemas dedicados al agua como lluvia —y por extensión al clima como expresión simbólica de la sensibilidad— constelan un arquetipo coherente y profundo: la lluvia es aquí revelación y velo, agente de erosión y de fecundidad. No aparece como simple ornamento lírico, sino como figura que organiza una visión del mundo: lo que cae, lo que insiste, lo que disuelve y transforma. En ese sentido, la lluvia en Palma es una forma de pensamiento: un modo de nombrar la inestabilidad del yo, la fragilidad de lo amado y la potencia ética de la palabra poética cuando, como el agua, persevera sin gritar, deconstruye con persistencia contenida.

A este imaginario acuático se suma la serie "Océano", que conforma la segunda sección del libro, y que lleva el discurso poético hacia el plano colectivo y político. El poema I de esta serie ofrece una de las imágenes más potentes del libro:

«Kilómetros de olas hechas cementerio / cayeron los cuerpos / uno a uno a / la inmensidad del océano».

Con estos versos iniciales, Palma no sólo sitúa al lector frente a la vastedad del océano como escenario físico, sino que lo transfigura en camposanto: en espacio de duelo y memoria. El ritmo pausado y escalonado del verso “uno a uno a / la inmensidad del océano” reproduce en su cadencia el caer reiterado de los cuerpos, como si cada línea pesara con el horror de lo irreparable. Las olas, que usualmente simbolizan movimiento, transformación o renacimiento, aquí se convierten en cementerio: el mar ya no es vida, sino testigo silente de un crimen.

El poema enuncia el dolor de una historia reciente, la de los cuerpos arrojados al mar durante la dictadura, pero lo hace sin caer en el panfleto. Hay en la elección del tono una sobriedad ética: no se describe la violencia en sí, sino su efecto acumulado, lo que queda. Esa acumulación está cifrada en la imagen de “kilómetros de olas hechas cementerio”: no hay una ola, hay un campo fúnebre que se extiende sin fin. La voz poética no denuncia desde la indignación directa, sino desde una evocación controlada y devastadora.

Este inicio marca el tono de toda la serie "Océano", que no sólo articula una poética del duelo, sino también una forma de resistencia. Al nombrar aquello que fue lanzado al olvido —los cuerpos, sus voces, sus señas— la poesía se convierte en contraoleaje: en gesto de memoria activa frente al intento de borradura.

Ese gesto se radicaliza en el poema IV, cuyos primeros versos presentan una escena aún más contenida, si cabe:

«No se oyeron allá al fondo / las hélices / tampoco el golpe de los cuerpos».

Aquí, el silencio es protagonista. No hay grito, no hay estruendo: hay omisión sonora. La violencia del lanzamiento al mar es representada no por su sonido, sino por su ausencia. Esta elección poética es profundamente ética: no busca el impacto del horror explícito, sino el vacío que deja la violencia cuando ni siquiera hace ruido. De este modo, Palma afina su lenguaje hasta hacerlo casi imperceptible, como si solo pudiera nombrar lo inenarrable desde el borde del habla. Es en esa tensión entre lo que no se puede decir y lo que debe ser dicho donde su poesía alcanza uno de sus puntos más altos.

A continuación, el poema V abre un registro contrastante y conmovedor:

«En racimos los niños van y / vienen / las risas son el consuelo de / las aguas».

Después del peso abismal del silencio, emergen las risas. Los cuerpos que se arrojaban sin sonido en el poema anterior dan paso ahora a la imagen de los niños en movimiento, como racimos vitales que habitan el borde del agua. La bellísima imagen de las risas como “consuelo de las aguas” otorga a la infancia un rol restaurador por su inocencia: ignorantes de todas las tragedias, los niños hallan en el oleaje fuente de alegría. Las aguas, que “cargan memoria consigo”, son ahora también escenario de lo que pervive, de lo que nace y prospera, aun a expensas del pasado.

Este contraste no suaviza el horror, sino que lo enmarca: el poema V no cancela el duelo, pero lo sitúa en una temporalidad más compleja, donde la vida persiste incluso entre los escombros. Así, Palma no ofrece redención, pero sí da lugar a una poética de la persistencia. La risa de los niños no borra la violencia y el horror que reposa en el océano, pero la resignifica, proponiendo que aún sobre las aguas dolientes puede flotar la posibilidad de un nuevo vínculo.

Esta tensión entre persistencia y vacío se reactualiza más adelante en el poema X, cuando el agua ya no es testigo del crimen ni consuelo de la infancia, sino sustancia que se filtra y descompone toda visión:

«El agua seca las visiones / acumula sonidos y recuerdos / escurre sin aviso por los poros y / deja abiertas las cuencas tristes y vanas / tan secas de la leche de gea / tan abandonadas a la nada / a toda la humanidad y / la vida».

Estos versos, cargados de una resonancia existencial, contrastan fuertemente con las personificaciones anteriores del viento o la lluvia. Si en la primera sección el viento era memoria y la lluvia persistencia, aquí el agua es una entidad casi abstracta, desprovista de voluntad, vuelta sobre sí misma. Ya no fecunda ni penetra:  al contrario, aquí el agua seca. Lo que deja atrás esta paradoja no es revelación, sino ausencia: cuencas abiertas, secas de leche, abandonadas. En esta imagen final de la estrofa, la poesía alcanza una forma de nihilismo lírico, donde la humanidad y la vida quedan nombradas no por su plenitud, sino por lo que les ha sido retirado.

Esta transformación del agua —de símbolo vital a substancia entropizante— marca una inflexión en el libro. No hay aquí redención ni catarsis, sino una lucidez que asume el desgaste como parte del horizonte humano. Y, sin embargo, Palma no cae en la desesperanza, porque incluso este despojo final está dicho con una precisión que honra la experiencia. Es esa ética del lenguaje —decir sin ocultar, sin embellecer lo que duele— la que convierte a Geografía del Agua en un libro necesario.

El poema XVII, en el corazón de la serie Océano, ofrece una condensación extrema del pathos acumulado a lo largo del libro. Sus tres versos semejan un epigrama grabado en la frialdad del mármol:

«Acaso en este vértice azulado / la sombra se descuelgue de / su cárcel».

Aquí, Palma elige la forma breve para dejar abierta una posibilidad: que en ese punto de inflexión —ese “vértice azulado”— algo de la sombra, es decir, del dolor, del recuerdo, de la muerte, pueda liberarse. El lenguaje es mínimo, contenido al extremo, pero sugiere una profundidad filosófica y simbólica: la sombra, como arquetipo del inconsciente, encuentra aquí una grieta. La cárcel no es otra que el cuerpo, el trauma, el lenguaje mismo.

De manera casi ceremonial, el poema epigramático se hace cada vez más preponderante hacia el cierre de la serie Océano, como atestiguan los poemas XX y XXIII; allí, la brevedad no implica clausura, sino una forma de precipitación verbal que concentra la visión y al mismo tiempo la disuelve. Es en esa condensación que la voz poética alcanza una cualidad mineral, depurada de todo exceso, como si solo lo esencial pudiera sobrevivir al paso del agua y del tiempo.

La última sección del libro se abre entonces hacia una dimensión más introspectiva, cósmica y casi mística. Y es con el poema XXXIII que se anuncia ese tránsito final, donde la poeta ya no se detiene en la historia, el duelo o la denuncia, sino que se lanza —literalmente— al horizonte:

«Tengo la memoria de los siglos / escurriendo por mi cuerpo mientras / el atardecer irrumpe anaranjado en mis / cuencas / y yo tan enamorada del / horizonte / de esa línea azul oscuro que / intento tocar con mis manos / cierro los ojos e / imagino que vuelo hasta ese / abismo».

La memoria de los siglos, que es también la memoria del libro, recorre el cuerpo como una corriente última, sanguínea. La poeta, enamorada de ese límite —el horizonte— no lo teme: lo busca, lo desea, lo palpa en su imaginación. Es una figura de disolución que no es derrota, sino culminación. En esa línea azul oscuro no hay negación de la vida, sino afirmación de su impulso más íntimo: el deseo de traspasar el límite, de seguir siendo palabra en el abismo.

Geografía del Agua culmina así como una travesía por los estados del alma, del tiempo y de la historia. Un libro que, en su fluir constante, recuerda que la poesía —como el agua— no se deja asir del todo, pero siempre nos atraviesa.

La madurez poética de Cecilia Palma, lejos de anunciar un declive, expone el punto más alto de una voz afinada por la experiencia, templada por el tiempo y liberada del oropel de la urgencia. Y, sin embargo, vivimos en un contexto donde esa madurez suele ser relegada. Se celebran las promesas, se premia lo incipiente, se financia lo emergente, mientras que la poesía nacida de la vida recorrida —de la desilusión y de la sabiduría, del silencio y de la persistencia— encuentra pocos espacios de circulación. Los concursos, talleres y publicaciones orientan su radar hacia la juventud, como si la poesía tuviese edad de caducidad. En este escenario, Geografía del Agua resiste también como acto político: una defensa del arte que no busca irrumpir sino sedimentar, no gritar sino resonar con hondura.

Desde luego, no será extraño que muchos insistan —con Cărtărescu— que la poesía tiene “fecha de vencimiento”, como si la intensidad de la experiencia decreciera con los años, como si la lucidez del tiempo vivido no pudiera ya dar origen al fulgor de la belleza. Esta obra de Cecilia Palma refuta con claridad esa idea. Porque lo que aquí se escribe no solo es poesía verdadera: es poesía madura, libre, sin cálculo, sin necesidad de seducir, donde ya se ha asentado el dominio de la técnica y la palabra puede ir sin impurezas hacia lo indecible.

Geografía del Agua es, en ese sentido, un acto de resistencia poética. No al envejecimiento —que aquí no es degradación, sino depuración—, sino resistencia a la trivialidad. A la desmemoria. A la palabra sin raíz de aquellos que la torturan para dar “apariencia de profundidad”, como criticaba Martínez. Es, en suma, poesía que no teme a su madurez porque en cada verso arde la memoria de todo lo vivido desde el dominio del oficio. Y si hay algo que debiera tener un pronto vencimiento, es nuestra costumbre de no saber leer más allá del fulgor inmediato. A eso, Cecilia Palma responde con este libro-agua: hondo, persistente, irreductible.

Analogía del Absoluto (2018) - Texto de presentación y prólogo de la 2ª edición de Absolum de Carlos Lloró


«No se puede hablar impersonalmente de nadie.»

Enrique Lihn, prólogo al Proyecto de Obras Completas de Rodrigo Lira, publicado de forma póstuma en 1984.

No puede hablarse impersonalmente de nadie, en efecto. Lo poco que he escrito y lo mucho que he pensado sobre los textos, relatos, libros, novelas, ensayos, prólogos, opúsculos y mamotretos de Carlos Lloró o de alguno de los personajes a través de los cuales escribe —Karlés Llord el más conocido, pero también Nataniel Retamarriz, Aarno Spokarius, Juan Horacio Yabawer, entre otros—está felizmente teñido por la amistad que nos une y por la profunda admiración que le tengo. El desocupado comentarista se limitaría seguramente a hablar de la obra, siempre de la forma más desapegada posible; de su estructura, de sus referencias, de su construcción de mundo, de sus personajes, tal vez de su poética, de sus alcances, del lugar que le correspondería en tal o cual determinado canon. Yo debo, tengo, que escribir también sobre el vínculo que me une a la persona, al escritor, ya que este vínculo es ineludible para mí a la hora de mirar su obra. El único libro que leí de él sin conocerle fue Kounboum, y fue esa una experiencia que me marcó muchísimo, tal vez más de lo que yo mismo soy capaz de evaluar. Y es que tener la oportunidad de conocer a un autor de gran estatura literaria, de poder gozar de su amistad, a veces nos puede hacer perder un poco la perspectiva, y llevarnos a cotidianizar lo que en realidad es extraordinario. Trato de nunca perder de vista el privilegio que significa para mí contar con su amistad, teniendo en cuenta que me acerqué a él impresionado por su obra, por la entrevista que le hizo Cristián Warnken gracias a la que lo conocí, fascinado por la complejidad de sus universos paralelos. Carlos acogió a este lector intruso con calidez, le brindó su confianza y su amistad, haciendo gala de una hospitalidad y una nobleza que son dignas de un caballero de los antiguos, de aquellos que eran de Otro Tiempo y que están casi extintos. Uno de ellos fue el Peregrino del Gran Ansia, según cuentan. Otro es, y doy fe, Carlos Lloró.

También lo fue, dicen, Karlés Llord, que según nos cuenta la solapa de Kounboum falleció en 1970, pero que sin duda sigue entre nosotros, habitando este Chile Mágico, habiendo venido él a su vez desde la Cuba Mágica, una tierra hermana con la nuestra en más de una forma. Llord se transmuta en esta ocasión en Carlos Lloró para entregarnos Absolum; abandona la máscara del personaje, del seudónimo, para firmar esta nueva novela con su nombre civil, que al fin y al cabo no deja de ser otra máscara más en esta broma infinita. Lloró sobrevive a Llord, afortunadamente para nosotros, y nos entrega esta novela que es su obra menos abstrusa, al menos en la superficie, pero que mantiene bajo la línea de flotación el salvaje y delirante mundo de sus anteriores libros. Y me sucedió con la lectura de este libro, y creo que tiene que ver con el hecho de que no lo edité yo esta vez —he editado dos obras del autor junto a Editores Fantasmas—, que me trajo de vuelta el asombro de la lectura de Kounboum, esa sensación que se tiene rara vez de estar leyendo algo extraordinario, una obra proveniente ya no de una persona sino de un ser misterioso. Absolum me permitió de nuevo tomar distancia de la familiaridad con el amigo y conectar con la admiración al escritor, con el reconocer su tremenda estatura literaria.

«Un libro abre otro libro», dijo alguien. Mi lectura de Absolum vino acompañada, directa e indirectamente, por la lectura de otros libros que, digamos, fueron capturados por su campo gravitacional y quedaron orbitándose unos a otros en una especie de problema de los tres cuerpos literario, en el que las interacciones y sus resultados dejan de ser predecibles y pasan a ser caóticas. Dialogaron entre ellos estos libros en el locutorio de mi memoria, se influyeron mutuamente, hicieron crisis y generaron sentido, y como claves mágicas, como ejes de sincronicidad, fueron gestando en el ojo de mi mente una mirada de Absolum no solo como literatura, sino como código vivificador de aquello que llamamos realidad. Qué quiero decir con esto. Creemos que la realidad es algo que está allá afuera, que ocurre independientemente de nosotros, que vivimos inmersos en ella pero que es inmutable, que no la podemos cambiar, que lo único que podemos hacer es adaptarnos a sus embates y sobrevivir, o simplemente morir en el proceso. Pero sucede que la realidad es mucho más maleable de lo que nosotros creemos —o nos han hecho creer— y realmente podemos modificarla si conocemos sus códigos, sus procesos profundos. Es más, la realidad no es algo que está allá afuera, la realidad forma un continuo con nuestra consciencia. La realidad, por así decirlo, la construimos desde adentro hacia afuera; el mundo no es algo que nos ocurre, es algo que nosotros construimos activamente. Se trata entonces de que la antigua dialéctica del adentro y el afuera, cuyos límites se hacen cada vez más difusos —como aquellos entre realidad y ficción—, se vaya disolviendo en pos de una dinámica del continuo, de la cocreación de la realidad. Esto ya lo estableció Patrick Harpur en su libro Realidad daimónica, un alucinante tratado filosófico-alquímico que amerita lectura atenta y comentario aparte. A quién sí me permitiré citar aquí in extenso, de entre todos aquellos libros que, como mencionaba, orbitaron alrededor de Absolum mientras lo leía, es a Ernesto Sábato en su gran y poco conocido libro El escritor y sus fantasmas de 1963, revisado en 1979, y que, dicho sea de paso, creo que debiera ser parte del plan de lectura obligatorio de cualquier aspirante a escritor. Así nos habla de la realidad en el ensayo breve ¿Crisis del arte o arte de la crisis?:

«Lo que hace crisis no es el arte sino el caduco concepto burgués de la 'realidad', la ingenua creencia en la realidad externa. Y es absurdo juzgar un cuadro de Van Gogh desde ese punto de vista. Cuando a pesar de todo se lo hace —¡y con qué frecuencia!— no puede concluirse sino lo que se concluye: que describen una especie de irrealidad, figuras y objetos de un territorio fantasmal, productos de un hombre enloquecido por la angustia y la soledad.

»El arte de cada época trasunta una visión del mundo y el concepto que esa época tiene de la verdadera realidad y esa concepción, esa visión, está asentada en una metafísica y en un ethos que le son propios. Para los egipcios, por ejemplo, preocupados de la vida eterna, este universo transitorio no podía constituir lo verdaderamente real: de ahí el hieratismo de sus grandes estatuas, el geometrismo que es como un indicio de la eternidad, despojados al máximo de los elementos naturalistas y terrenos; geometrismo que obedece a un concepto profundo y no es, como algunos apresuradamente creyeron, incapacidad plástica, ya que podían ser minuciosamente naturalistas cuando esculpían o pintaban desdeñables esclavos. Cuando se pasa a una civilización mundana como la de Pericles, las artes hacen naturalismo y hasta los mismos dioses se representan en forma ’realista’, pues para ese tipo de cultura profana, interesada fundamentalmente en esta vida, la realidad, por excelencia, la ’verdadera’ realidad es la del mundo terrenal. Con el cristianismo reaparece, y por los mismo motivos, un arte hierático, ajeno al espacio que nos rodea y al tiempo que vivimos. Al irrumpir la civilización burguesa con una clase utilitaria que sólo cree en este mundo y sus valores materiales, nuevamente el arte vuelve al naturalismo. Ahora en su crepúsculo, asistimos a la reacción violenta de los artistas contra la civilización burguesa y su Weltanschauung. Convulsivamente, incoherentemente muchas veces, revela que aquel concepto de la realidad ha llegado a su término y no representa ya las más profundas ansiedades de la criatura humana»

Este «concepto burgués de la realidad» al que se refiere Sábato, es lo que podríamos denominar la realidad inmediata, concreta, evidente; «literal» como diría Harpur; «la cruda realidad» como tal vez diríamos en el habla cotidiana de nuestro mundo de oferta y demanda y préstamo con interés. «Lo relativo a las cosas» si nos atenemos a la etimología. Si me cae un piano encima mientras estoy escribiendo esto, mi cuerpo queda aplastado y muero. Así de físico, así de causal y directo. Pero resulta que la realidad no es tan sencilla y lineal como quisiera creer una mente científica, encandilada todavía por las leyes de Newton. Como lo verificó Charles Fort y muchos después de él, la realidad es tremendamente extraña, llena de momentos en que las leyes conocidas y aceptadas parecen suspenderse, para dar paso a que ocurra lo imposible, inclusive lo inimaginable. Visto desde esta óptica, la extrañeza de los hechos que comienzan a ocurrir a medida que avanza el relato de los protagonistas de Absolum no es ajena a esta realidad. No estamos a salvo de que hechos así nos tomen por asalto. Al entrar al libro estamos en territorio familiar. De hecho, la novela abre en un tono preciso, neutro, de crónica policial —una que cualquiera de nosotros podría haber leído esta mañana en el diario:

«El 16 de mayo del año 2011, diez cadáveres calcinados aparecieron en el fundo Los Pinos, ubicado a unos 50 kilómetros de Santiago de Chile. El hallazgo se verificó luego de que Gonzalo Esigábal, a la sazón propietario del predio, ordenara iniciar labores de reacondicionamiento del lugar, deshabitado por espacio de varias décadas.»

Responde el relato, en un principio, a una realidad objetiva; dialoga con ella, la imita, se la apropia, para luego transmutarla, torcerla, revestirla de irrealidad en un complejo movimiento circular, convirtiendo lo ordinario en extraordinario, lo cotidiano en delirio. De la misma manera en que la silla de Van Gogh es, en principio, la imagen literal de una silla —ese es su punto de partida—, es también a su vez mucho más que una silla común, ya que es una imagen que no proviene del afuera, sino desde el adentro del pintor, desde lo profundo de su imaginación y de su espíritu. El artista ha creado la silla al mirarla, al pintarla. No ha retratado, en realidad, ninguna una silla existente. Es de la misma manera en que puede describirse, creo, la novela Absolum y la realidad que nos presenta: como un reflejo transmutado, hecho arquetipo, de una realidad bien concreta —tan concreta como inasible: la poesía chilena. Como es el caso en casi toda la literatura de Carlos, los protagonistas son escritores, o el relato gira siempre en torno a la escritura. La escritura como oficio, como trama, pero también como vicio, como trauma. Desde los profundos abismos literarios de Kounboum, llenos de seres tan terroríficos como fascinantes, pasando por el fundo Los Pinos hasta llegar al inefable Reino Literario de Nusimbalta, nos vemos siempre envueltos en el maravilloso y extraño mundo de los escritores de Lloró, con sus novelas infinitas, con sus enciclopedias alucinantes, con sus extraños y elegantísimos juegos literarios. En este caso conocemos personajes que bien podríamos encontrar en cualquier esquina de este Chile, ratoneando en cualquier librería o biblioteca, en cualquier bar o café literario. Son todos ellos seres frágiles y extraordinarios, como Katia Vardana, Sebastián Irolés, Horacio Bucle o Wilfredo Canto. Estoy seguro que versiones de estos personajes han existido, existen y existirán en nuestra propia realidad, enfundados en otros nombres, pero respondiendo a los mismo arquetipos. Todos estos poetas han sido escogidos, en función de su talento literario y de su inestabilidad emocional (riesgo de suicidio), por el mecenas-demiurgo Gonzalo Esigábal, para que vayan a habitar su paraíso personal, su tierra prometida, el fundo Los Pinos. Conmovido por sus lecturas de poesía chilena y por la alta tasa de suicidios entre los poetas, decide crear esta residencia en una vieja casona familiar en las afueras de Santiago, en la que los escogidos puedan desarrollar a sus anchas su escritura, en un ambiente monástico, con todas sus necesidades básicas cubiertas. A esto suma Esigábal una nutrida biblioteca a disposición de sus inquilinos. Tales residencias de escritores existen, por cierto. El escritor chileno José Donoso estuvo en una, muy lujosa, a orillas del lago Como en Italia. Allí fue invitado para que pudiera escribir sin interrupciones. La única obligación era asistir a la cena común con los otros residentes de la mansión. Allí se codeó con la élite intelectual del mundo, entre ellos varios premios Nobel. Lamentablemente su estadía se vio interrumpida cuando uno de aquellos laureados, una eminencia en medicina, lo convenció de que tenía un tumor cerebral maligno a partir de los síntomas que Donoso le relató. Aterrado, salió huyendo de la villa para escritores, volvió a España e hizo venir desde Chile a su hermano —un reputado neurocirujano— para que lo operara. Los exámenes preoperatorios revelaron que Donoso se encontraba perfectamente saludable, no había tumor por ningún lado. La hipocondría de Donoso se conjugó con el diagnóstico superficial y errado, pero hecho por un médico de prestigio, para generar esta absurda situación. Sin duda José Donoso habría sido un invitado de honor en Los Pinos, y uno muy adecuado, dada su hipocondría y su paradójica capacidad autodestructiva. Me pregunto si Rodrigo Lira, en lugar de suicidarse, habría encontrado en algún lugar del fundo Los Pinos la entrada a una dimensión paralela y se habría disuelto en la Nada, que es al mismo tiempo el Todo. Tal vez aquel Pobre Topo habría descubierto por fin la verdadera Topología. Como se ve, esta realidad se confunde con la ficción, algo que, por cierto, Donoso hizo padecer desde niña a su hija adoptiva Pilar. Ella llegó a preguntarse dramáticamente, en su brillante y único libro Correr el tupido velo, si ella misma no sería en realidad un personaje más de las novelas de su padre. Si ella no era en realidad más que un invento de él. Tanto Lira como Donoso bien podrían ser personajes de Absoulm, así como casi sentimos que podríamos encontrarnos con Katia Vardana en alguna oficina de Tur Bus. Carlos, en Absolum, juega brillantemente con ese límite, aquella zona en que no sabemos bien si estamos leyendo ficción o crónica, novela o documento. Sus personajes son verosímiles, tienen alma y cuerpo, sangramos con ellos, nos asombramos con ellos, les tomamos cariño o desconfianza. Carlos toma como materia prima esta realidad cotidiana, compleja, profunda de Chile y sus poetas, y la transmuta en este opus alquímico que es Absolum. Sin duda se trata de un autor que ha llegado muy lejos en la comprensión de este misterio que son nuestros poetas y escritores, lo que la poesía chilena es como ente profundo. Tal vez el hecho de no haber nacido aquí, el hecho de ser un hijo adoptivo de esta tierra mágica —y no por ello menos legítimo, por supuesto—, le ha permitido mirar en lo profundo del alma de los poetas chilenos, llegando hasta su chispa espiritual, la que los conecta con lo hondo de este territorio, con toda su maravilla y su locura, con toda su melancolía y su clarividencia. Creo que quienes se aventuren a leer esta novela con los ojos del espíritu encontrarán algo de verdad en lo que digo aquí. Absolum es una novela que guarda muchas sorpresas a quienes decidan emprender su lectura, de modo que sólo me referiré aquí a un elemento más de la trama, ya que es un hilo conductor en toda la obra de Carlos Lloró. Hasta ahora he eludido este elemento clave, el elefante en la habitación, si se me permite usar aquella analogía de los angloparlantes. El laberinto. Sigue siendo un misterio para la historia el verdadero sentido que daban nuestros antepasados a la construcción de laberintos, los que pueden ser encontrados en gran parte de los yacimientos arqueológicos pertenecientes al mundo antiguo que se encuentran desperdigados por el orbe. Se intuye un componente ritualista, simbólico, pero se ignora por completo el verdadero trasfondo, la profunda tradición oculta que hay detrás. Hay laberintos dibujados en cavernas y tallados en duros suelos de piedra; otros construidos o grabados en ruinas de antiguos templos y ciudadelas; otros trazados en los pavimentos de las catedrales góticas. Se dice que las pirámides de Egipto tienen asociado a su complejo un laberinto gigantesco, hoy enterrado por la arena. Heródoto, entre otros, lo describe. Los antiguos zigurats de las civilizaciones mesopotámicas también parecen haber tenido laberintos asociados a ellos. Sobre muchos de estos hechos la historia oficial guarda un inusual e incómodo silencio. Si se sabe que algunos de ellos existen, ¿por qué no se los excava? En el caso del laberinto de Giza, se aducen razones económicas: sería una faena monumental. Pero un descubrimiento de ese calibre bien valdría el desembolso, incluso de capitales internacionales. No. Hay algo más, algo que se desea que permanezca enterrado. ¿Había en el Paraíso Terrenal un laberinto? ¿Era el Jardín del Edén en realidad un laberinto, o estaba asociado a uno? ¿Sería acaso el Árbol del Conocimiento en realidad un laberinto? Solo especulaciones febriles, por supuesto, pero esta prevalencia del símbolo en la antigüedad, y el relativo silencio de nuestros científicos al respecto, me hace preguntarme éstas y otras cosas.

El fundo Los Pinos, el paraíso terrenal del demiurgo Esigábal, me hizo recordar mucho, en medio de este vórtice de lecturas e influencias en la memoria, a la hacienda El Rosedal, el lugar en el cual acontece uno de los cuentos capitales de la literatura latinoamericana: Silvio en El Rosedal de Julio Ramón Ribeyro, gran escritor peruano. Uno de los mayores escritores del Perú, pero también uno de los más herméticos. Por lo mismo no tan conocido por el gran público como debiera serlo. En el cuento, Silvio se instala en la hacienda El Rosedal, tal como nuestros poetas en Los Pinos. En su caso, lo hace obligado, ya que ha heredado la hacienda y debe hacerse cargo de ella forzosamente. La idea de salir de Lima para irse a vivir a la sierra le abruma. Él sueña con ser un virtuoso violinista (ha tomado algunas clases) y codearse con la cultísima alta sociedad limeña. No estaba en sus planes para nada irse a vivir a un solitario fundo en la sierra. Pero claro, al llegar, las cosas empiezan a cambiar. Silvio empieza a fascinarse. Sobre todo lo embruja una cosa: el extraño jardín de rosas que le da el nombre a la hacienda: un curioso rosedal cerrado —siempre el tema del jardín cerrado— con multitud de especies de rosas multicolores, dispuestas de manera aparentemente azarosa. Un curioso laberinto de colores que, como Silvio descubre más tarde, está lejos de estar hecho al azar. Ha sido diseñado por alguien. Así como también ha sido diseñada especialmente la torre de la mansión, cuya única utilidad práctica parece ser la de poder contemplar el jardín desde lo alto. La mansión de El Rosedal; la casona de Los Pinos. Silvio y el rosedal que está junto a la mansión; Sebastián Irolés y el laberinto que está junto a la casona de Los Pinos. Extraño oficio el de diseñador de laberintos. El laberinto junto al Hotel Overlook en El Resplandor de Kubrick. "Overlook" significa vigilar, dominar desde lo alto. ¿Acaso el hotel fue hecho no para recibir huéspedes, sino para vigilar el laberinto contiguo? ¿Tal vez para activarlo, o para sellarlo? La mansión de El Rosedal tiene una torre de vigilancia, una torre hecha para contemplar y resguardar el laberinto de rosas de más abajo. La rosa tiene una fuerte carga de simbolismo alquímico, simbolizando sus colores a los diversos estadios del Opus. El fundo Los Pinos también posee un laberinto, ubicado junto a la casona. ¿Es la casona también un cerrojo que opera en conexión con el laberinto? Cuenta la leyenda que el castillo de Houska, 47 kilómetros al norte de Praga, actual República Checa, fue construido en piedra en el siglo XIII (al parecer antes hubo una fortificación de madera) con el fin de custodiar un profundo agujero natural que había en el suelo de la cima de la colina en que se emplaza actualmente el castillo. Se decía que del pozo emergían extrañas e infernales criaturas, mitad animal mitad hombre, así como oscuros seres alados (los cuales siguen siendo avistados hasta el día de hoy dentro de la capilla). La capilla interior y el castillo habrían sido construidos para contener esta «puerta del infierno». La leyenda también cuenta que a los condenados a muerte se les ofrecía el indulto si aceptaban ser bajados con una cuerda por el pozo y describir lo que había allí abajo. El primero que bajó emitió tal alarido de terror que lo subieron inmediatamente, completamente enloquecido por el pavor, con la apariencia de haber envejecido 30 años. Nunca pudo describir lo que vio. Luego de varios intentos más con el mismo resultado, el pozo fue finalmente sellado con pesadas lozas de piedra, y fue construida una capilla a su alrededor, y alrededor de ésta el castillo. Un castillo no para mantener fuera a los invasores, sino para mantener encerrados a los demonios. El laberinto para contener al Minotauro, el laberinto como cárcel, pero también como portal, como cerrojo, como entrada y salida.

El laberinto de Los Pinos guarda muchos misterios, así como misterios guarda el corazón de cada uno de los poetas que van a dar al fundo. Chile es de alguna manera el fundo Los Pinos, territorio amurallado por la cordillera. Chile es también un laberinto, un jardín secreto, un paraíso perdido. Nuestros poetas son nuestros misterios —gozosos y dolorosos—, seres que viajan al fondo de sí mismos en busca de algo que no saben bien qué es, pero que, ya que el adentro es también el afuera, ven reflejado de vuelta en este territorio mágico, maravilloso; en ocasiones peligroso e inquietante.

Nos dice el gran Gastón Soublette en su Poética del acontecer :

«Todo acontecer se rige por la ley de causa y efecto y por la ley de analogía. La primera aporta la explicación mecánica del hecho por el agente inmediato que la provoca. La segunda aporta el contexto horizontal de todas las resonancias que armonizan analógicamente con el hecho, allende las fronteras del espacio y del tiempo, y dan razón de él mejor que toda explicación. [...] Lo semejante se atrae con lo semejante mediante una gravitación universal más viva y misteriosa que la de Newton. Por eso el sabio dice: 'Eso que piensas, te sucederá'. [...] Por la ley de analogía se aproximan cosas que en su apariencia son del todo diferentes [...] Cosas diferentes que se pueden asemejar sólo en el hecho de haber compartido en un suceso el mismo instante. O cosas muy distantes en el tiempo y el espacio pero que conviven simultáneamente en un mismo pensamiento. [...] Por eso el buen manejo de la ley de analogía lo puede hacer sólo quien antes de observar el mundo, observa atentamente su propio corazón.»

Y también:

«Paraíso quiere decir 'jardín cerrado', jardín plantado y protegido por el hombre. Decir que Dios plantó un jardín al oriente en Edén significa que fue su voluntad que los hombres lo hicieran. Edén viene de Edín, que en lengua sumeria significa estepa. En hebreo significa delicia. Entre la estepa y las delicias, se está queriendo decir con eso que lo sumerios plantaron un jardín en la estepa, haciendo germinar frutales y cereales donde antes reinaba la aridez esteparia. Para eso canalizaron el agua del río Tigris, esto es ’la corriente veloz’ y la del río Éufrates, esto es, la 'gran vasija'.»

«La paciencia es la escalera de los filósofos y la humildad la llave de su jardín» dice el refrán alquímico. El jardín secreto de la naturaleza es el que busca el alquimista. El paraíso es jardín. También es jardín el laberinto. Absolum, lo absoluto, tal vez por la misma ley de analogía descrita por Soublette, conectó todas estas citas, referencias, influencias, miradas, en mi interior al leer el li- bro. Carlos, quien hace una literatura mágica, alquímica, transformadora de la realidad, ha logrado dar con cierto nudo interior que ata de alguna manera a los poetas chilenos, que pueden parecer tan disímiles en la superficie, pero que están todos conectados por un misterio en común, aunque algunos no lo reconozcan o renieguen de él. La novela de Carlos da cuenta de este misterio mucho mejor que muchas miles de páginas escritas por teóricos de la literatura. Lo hace sin analizar, diseccionar, desmembrar. Lo hace con poesía, con ars, con libertad absoluta, que es la única forma en que, creo, un artista puede hacerse cargo del misterio que lo sustenta. Solo poéticamente se puede hablar de poesía, solo veladamente se puede hablar del Misterio. Incluso, aventuro, tal vez sólo se pueda hablar en ficción acerca de la realidad, como a través de una novela. Muchas veces una novela recoge mucho mejor el espíritu de una época que volúmenes de sociología. Y finalmente toda escritura es ficción en el fondo —como ya dije en otro lugar— aunque el autor crea estar escribiendo no ficción. Constantemente ficcionamos, construimos relato de nuestras vidas y de las de otros, en un proceso dinámico, automático, e interminable. De modo que esa línea que tanto resguardamos entre lo que es real y lo que es ficticio o imaginario, es mucho más arbitraria de lo que nos es cómodo creer. Lo alucinante e inquietante es entonces la posibilidad de que el que cree estar escribiendo ficción, generando realidad, está en verdad dando cuenta de otro orden de realidad siempre existente. Es más, afirmo que el que escribe, tanto plasma una realidad ulterior, como influye con su nuevo código en la realidad que habita. Escritores como programadores de la realidad, poetas como hackers. Analogías nuevas que solo dicen de nuevas maneras lo antes dicho de otras, pero que al final siempre es indecible.

Silvio ve —cree ver— en el laberinto de rosas la palabra latina RES, cosa. Esa es la raíz de nuestro vocablo «realidad», lo relativo a las cosas. También cree ver después su anagrama: SER. Ser y cosa. Sabemos lo que significan esas palabras. ¿Lo sabemos?

¿Qué encuentra Sebastián Irolés en el laberinto de Los Pinos? Esa es la invitación que hago aquí, a averiguarlo, a adentrarse en el laberinto, con o sin el hilo de plata de Ariadna, ya que se puede encontrar en sus recovecos, inadvertidamente, el Hilo de Oro del retorno, del camino de vuelta al paraíso perdido.


Alevi Peña - 11-17/09/2018

Árbol y Ceniza (2012) - Comentario a la obra de Karlés Llord

La carga que llevan consigo las dos simples palabras que forman el título de este texto, puede pasar desapercibida a primera, e incluso a segunda vista. Más allá de los significados inmediatos y las connotaciones que estos pueden evocar en la mente de las personas, lo cierto es que para los viejos alquimistas (y también para unos pocos de los nuevos), el árbol y la ceniza simbolizaban etapas cruciales en el curso de la Gran Obra.   

En el caso de la obra de Karlés Llord (tributaria sin duda de la Gran Obra alquímica), estas dos palabras se enlazan directamente con las dos primeras partes del ciclo Inferno. Kounboum, el árbol de la escritura, el árbol textual, conforma el primero; Cinis Cinerum, la ceniza de cenizas del cine, forma la segunda. Ambos libros, extensos en sus dimensiones físicas y aún más en sus dimensiones sutiles y profundas, comparten un lazo mucho más hondo que el de ser sucesivos miembros de un cuerpo más grande. Ambos libros son reflejo de un viaje, un viaje emprendido por el autor (¿los autores?) que, siguiendo la máxima “como es arriba es abajo” de la Tabula Smaragdina, se corresponde con el Gran Viaje Sin Retorno de los alquimistas. Sin duda, quien haya pasado por estos libros, ha salido cambiado de una manera u otra, y de manera irreversible.

Kounboum es un libro pesado. Es un libro que no se puede leer cómodamente si no se cuenta con el apoyo de una mesa. Claramente, es un libro que no se puede leer caminando, ni tampoco acostado. Exige, como una celosa consorte, su espacio exclusivo y total dedicación. Su formato cuadrado y su diagramación le añaden, además, una presencia monolítica un tanto abrumadora, que cuesta superar a la primera. Una vez asumidas y cumplidas estas necesarias restricciones y condiciones impuestas por el libro (y por el autor), nos aguardan desafíos cada vez más difíciles como lectores, la mayoría de nosotros acostumbrados a la literatura común y no a la escritura torrencial. En esta y en muchas otras características, Karlés Llord se hermana sin duda con los pocos sabios herméticos que decidieron volcar su saber al papel en lugar de sumarse al mayoritario silencio del adeptado. Ellos más que escribir libros, escribían inmensos e intrincadísimos laberintos, que solo los más aptos eran capaces de sortear en pos de seguir las huellas de Natura.

Cuando ya nos hemos adentrado un poco en el texto de Kounboum comienzan las reiteradas destilaciones textuales a las que Llord y sus secuaces nos van (y se van) sometiendo a fin de despojarnos de nuestra incrustada carga de prejuicios literarios y abrirnos los ojos a una lectura desnuda de un texto a su vez densamente vestido. Es decir, el texto nos despoja (si resistimos el proceso y no abandonamos la lectura) de nuestros ropajes literarios, mientras que él permanece perfectamente entero y cubierto, dejándonos en clara desventaja. Luego de que el lector ha perdido el pudor de su desnudez, es cuando comienza realmente la lectura de Kounboum y vamos descorriendo uno a uno los velos que ocultan a su vez otros velos; velos que van dejando sus marcas leves e irreversibles en nuestra mente y espíritu. Las sucesivas destilaciones nos preparan para entrar en los misterios del texto, de manera que vamos siendo cambiados a medida que creemos comprender los vínculos y no-vínculos entre los diversos personajes, los diversos tiempos y lugares que son visibles en la hiper-red que una silenciosa Araña va tejiendo en las ramas de este árbol textual.

Es en este sentido, en el del camino largo, tortuoso, lleno de obstrucciones y desafíos, y lleno de sucesivas destilaciones y depuraciones, en el que creo que Kounboum, la primera parte del ciclo Inferno se asemeja a la “vía húmeda” de los alquimistas; la “vía larga” o “vía tradicional”, la que estaba reservada para los ricos y pudientes, que eran capaces de hacerse de los instrumentos y equipos necesarios y del largo, en ocasiones larguísimo tiempo de dedicación exclusiva que requiere la ejecución de la Gran Obra por esta vía.

Cinis Cinerum es muy distinto en muchos aspectos a Kounboum, tanto que, a primera vista, es difícil reconocerlos como parte del mismo ciclo. Ambos libros son como hermanos gemelos, cuyos padres han hecho todo el esfuerzo por diferenciar lo más posible. Los han vestido distinto, los han educado de diferente manera, y han resaltado en cada uno las cualidades que los diferencian más que las que los unen. Pero por más esfuerzos que se hagan, siguen siendo hermanos gemelos. La primera diferencia notable es la factura del libro: este está dividido físicamente en dos tomos en lugar de ser uno solo más grueso como Kounboum, que vienen insertos en un estuche. El formato es oblongo como la mayoría de los libros, y su diseño en general difiere mucho del de su predecesor. Pudiera parecer obvio que el hecho de estar publicado por editoriales diferentes (Corriente Alterna y Al Aire Libro respectivamente) fuera la causa de estas diferencias, pero tiendo a pensar que en el mundo llordiano las cosas la mayor parte de las veces no son lo que aparentan. Lo cierto es que las diferencias no terminan en el plano físico (incluso un tomo de Cinis Cinerum puede ser llevado cómodamente en cualquier maletín y leído en el metro o en la micro) sino que también se extienden al texto mismo del libro y a sus ramificaciones. El texto ya no presenta, por lo menos en sus primeras 100 páginas, las sucesivas destilaciones y depuraciones a las que nos sometía Kounboum. Se nos presenta una prosa bella y depurada, una prosa que ya ha sufrido sus digestiones, y un cúmulo de historias que giran en torno a los temas de Inferno pero desde una perspectiva distinta a la de Kounboum. De alguna manera, Cinis Cinerum en su claridad y belleza formal, nos hace una gran concesión como lectores, y nos permite, ya habiendo pasado por el tamiz de Kounboum, hacer una lectura más libre, menos constreñida. Ahora bien, estas cualidades no disminuyen en nada la profundidad de la obra; por el contrario, la aparente accesibilidad nos hace sopesar de una manera tangible los abismos y las cumbres, las simas y las cimas que se esconden entre las huellas dejadas por los personajes (no hay que olvidar que los viejos sabios decían que nunca hablaban más oscuramente que cuando lo hacían claramente, y nunca lo hacían más claramente que cuando hablaban oscuramente, ya que esto parece haber sido tomado muy en cuenta por Llord). Es una vía de entrada distinta al mismo misterio. Es por esto que siento que Cinis Cinerum se asemeja a la “vía seca” de los alquimistas, la vía de los humildes, que no pudiendo acceder a los costosos aparatos y no pudiendo disponer de mucho tiempo de dedicación, son premiados por su perseverancia con una vía secreta, con un atajo oculto al Misterio de la Gran Obra. Kounboum y Cinis Cinerum serían para Inferno lo que la vía húmeda y la vía seca son para la alquimia: dos caminos que conducen al mismo misterio, y que pese a ser desemejantes en la forma, no lo son para nada en el fondo. Son verdaderamente lo mismo.

Robert Allen Bartlett nos dice, en su libro Real Alchemy de 2007, lo siguiente con respecto a la calcinación espagírica: “Para obtener la sal, el material de la planta extractada se seca y se incinera hasta obtener ceniza. Esto purga las impurezas acumuladas y los componentes estructurales, que protegían a la planta en el entorno en que crecía. Sirvieron a su propósito pero ya no son necesarios. La ceniza grisácea o blanquecina que obtenemos se disuelve en agua, que a su vez se filtra: el líquido se evapora y queda una sal blanca cristalina y purificada. Esto representa la sal alquímica, el verdadero cuerpo de la planta.”

Cinis Cinerum, además de ser un libro, es un proceso muy oscuro de la Gran Obra, que ha sido mencionado por muy pocos autores. Es la ceniza de cenizas de la que se extrae un cuerpo precioso, vital para obtener el lapis philosophorum. Karlés Llord toma este significado oscuro y lo asocia, en un juego de palabras que sin duda Fulcanelli aprobaría dentro de su cábala fonética, con el cine, y así Cinis Cinerum  puede leerse como “las cenizas del cine”. Más allá de esto, la cita precedente tiene como fin evidenciar el estrecho vínculo no aparente que unifica a estos dos hermanos gemelos altamente diferenciados que son los dos libros de Llord. El árbol, el cuerpo vivo de la planta, el cuerpo imbuido de su alma y su espíritu, ha sido despojado de ambos por los procesos del alquimista y ha devenido un cuerpo muerto. Muerto pero no por ello despreciable; todo lo contrario, es en esos despojos en donde se oculta la sal, fundamental e imprescindible para la Obra. Lo que está vivo en Kounboum —sus múltiples capas de texto, su tronco y corteza, sus ramas y hojas llenas de escritura, sus destilaciones y depuraciones y putrefacciones y digestiones—, en Cinis Cinerum ha sido calcinado y depurado; es la esencia, la sal alquímica que es el “verdadero cuerpo”. Así, lo que era necesario en Koumboum, todas sus estructuras vitales, sus torres, sus construcciones y andamiajes, ya no son necesarios en Cinis Cinerum que ha devenido en la sal, en el cuerpo verdadero. No quiero decir con esto que Kounboum esté vivo y que Cinis Cinerum esté muerto, sino que ambos representan distintas etapas de una sola vida, una vida anterior a la vida material, una vida eterna que anima la materia y no al revés. Con estos dos libros Karlés Llord nos regala dos maneras de leer, dos maneras de proceder, dos maneras de escribir, dos maneras de develar y dos maneras de vivir el mismo misterio, que está inscrito en lo profundo de su ciclo Inferno.


Alevi Peña

Lo que se siembra en Temuco se cosecha en Santiago. 14 de octubre de 2012.

Sobre la ficción y la invención (2017, rev. 2025) - Ensayo

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